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«K» de Kitano: El edén de una nueva generación

18/01/2022

Un hombre, un solo hombre, fue el encargado, hace ya unos cuantos años, de presentarnos un tipo de cine al que no estábamos habituados; más que por proceder de un país lejano, por mostrar una nueva concepción cinematográfica, una manera diferente, y hasta cierto punto excéntrica, de cómo persuadir al público occidental de que, definitivamente, hay maneras distintas de entender el cine. 

Takeshi Kitano fue el primer instructor en licenciarnos en nuevas materias que, si bien no son exclusivas de la cinematografía japonesa, sí que resultaban desconocidas o formaban parte de aquellos tabúes que habitaban en nuestras cabezas. Para los que hemos crecido con su cine, sus películas nos proporcionan un refugio paradisíaco, una relectura de una serie de mundos con los que nos gustaría coquetear como vía de escape a nuestra desesperación. Pero… ¿qué habría sucedido si Hana-bi no se hubiera alzado en 1997 con el León de Oro en Venecia? ¿Su cine tendría tanta resonancia? ¿En qué situación se encontraría el cine japonés? Demasiadas cuestiones para un hipotético fracaso creativo que no fue, y que nos permitió la exportación de las obras de un sin fin de cineastas japoneses y, por ende, de asiáticos en general. A estas alturas, la dimensión de su cine ya sobrepasa cualquier expectativa preconcebida. Y es que Kitano fue un casual Mesías aparecido en la redundante crisis que sufría la industria cinematográfica nipona, en una época en que las producciones independientes superaban de largo a las de los grandes estudios. Descubrir al auténtico Kitano implica escarbar en todas sus facetas artísticas, más allá de la popularidad de sus películas entre la crítica más sesuda. Intentaremos, pues, adentrarnos en su peculiar universo sin salir heridos de algún fogonazo, ni mentalmente maltrechos. 



Kitano soñador: el arte del burlesco orador 

Nacido en el seno de una familia humilde en el barrio de Adachi-Ku, Kitano era el menor de cuatro hermanos, y de pequeño, como él mismo ha manifestado, estaba convencido de que su padre Kikujiro era un yakuza, siendo en realidad un pobre profesor de música que se veía obligado a trabajar a tiempo parcial como pintor (uno de los motivos por los que en sus películas aparece casi mitificada la figura del mafioso japonés como un anti-héroe en decadencia). En 1972 empieza a interesarse por el mundo de la farándula, por lo que se desplaza hasta el distrito de Asakusa, y trabaja como ascensorista del France-za, un teatro de cabaret especializado en representaciones de      rakugo, bailes eróticos y lo que se torcía en aquel entonces fruto de la improvisación diaria.

Un año más tarde, por azares del destino, le ofrecen la posibilidad de sustituir al compañero de Kiyoshi Kaneko en un espectáculo. Fruto de este encuentro con Kaneko nacería el dúo de ‘manzai’ “Two Beats”. El ‘manzai’ (el que entretiene al público) es un estilo de comedia formada por un dúo cómico, en el que predomina la agilidad de los hablantes y la ironía mordaz. En poco tiempo, interviene en programas de radio (uno de los más recordados es All Night Nippon, líder de audiencia en el año 1981 y el más solicitado entre los estudiantes), modera debates, participa en tertulias deportivas y, sobre todo, presenta concursos televisivos de dudosa calidad artística, siendo Takeshi-jo (El castillo de Takeshi) uno de los más conocidos a nivel internacional, que sería rebautizado en España con el sugerente nombre de Humor amarillo. Lo absurdo del programa creó escuela, asentando las bases del típico humor nipón en la pequeña caja tonta. 



El índice de popularidad lo condujo irremediablemente al cine. Su debut oficial como actor fue en Dampu Wataridori (1981); sin embargo es su papel como el temible sargento Hara en Feliz Navidad, Mr. Lawrence el que lo da a conocer a nivel mundial dos años más tarde. La importancia que supone para él la interpretación de este personaje en el film de Nagisa Oshima, va más allá de la simple anécdota. En esos momentos, la carrera profesional que se estaba labrando como comunicador y artista cómico para las grandes masas, lo estaba arrastrando hacia la catalogación del simple humorista con un peculiar estilo oratorio. De hecho, incluso cuando rodó Violent Cop (1989), su primera película casual como director (Kinji Fukasaku abandonó el proyecto), la audiencia se ‘cachondeaba’ cuando aparecía su rostro en la pantalla. Su emergente popularidad se consolida en Yasha, una de las películas japonesas más relevantes de 1985 firmada por Yasuo Furuhata, por la que fue nominado al mejor actor secundario por la Academia nipona y con la que compartiría cartel con el gran Ken Takakura

Por esa época también funda el Takeshi Group, grupo estable de personas que desempeñan funciones varias: vaya, sus pupilos. Mentiríamos si dijésemos que estos primeros años no le influenciaron en su etapa posterior como realizador, sobre todo, con respecto al estilo ‘manzai’. Sólo cabe comprobar cómo en bastantes de sus películas rinde homenaje directo a este género, siendo Kids Return (1996) la más evidente de todas. Pero, en general, aparte del ‘manzai’, la comedia interactúa en todas sus producciones. Se sirve de ella para desenmascarar a sus personajes, apartándose de esa farsa bobalicona que imprime en su faceta como showman. Por ejemplo, en Sonatine el personaje que él mismo interpreta (Murakawa) jugará con sus hombres a la ruleta rusa, como si de un juego de sobremesa se tratara, cuando en realidad la pistola está descargada (sólo visualizamos la perforación del cráneo de Kitano en los sueños del personaje).



Pero en ocasiones, también ha abusado de la comedia absurda, como muestra en El verano de Kikujiro (1999), o en su fracaso comercial Getting Any? (1995). Quizá sea ésta última la que mejor refleja el espíritu salvaje del Kitano televisivo, ya que rescata los juegos más desternillantes y el humor más escatológico de su telebasura, y los introduce en un film desestructurado a más no poder, ¡y en donde ya aparece parodiado Zatoichi! Precisamente, su posterior película dedicada al masajista ciego, un ‘jidai geki’ imposible, lleno de personajes que se otorgan el inmerecido título de samurái y con ese largo musical final, se convierte en un ‘chanbara’ cómico. Sea como sea, al espectador menos perspicaz le costará sonreír a la primera.  

Pero no debemos obviar los registros más serios de sus actuaciones o los de los actores que intervienen en sus películas. Kitano siempre ha intentado que sus personajes actúen siguiendo las formas genuinas del teatro ‘no’, naturalmente adaptado a la sociedad contemporánea, pero con un respecto absoluto por la tradición clásica. Así lo demuestra con otro género teatral en Dolls: el ‘bunraku’ (o ‘joruri’ en su compendio literario), el teatro de marionetas japonés. En esta producción se permite el lujo de rodar una magnífica escena inicial en este formato. En realidad, la espina dorsal de Dolls (2002) está construida sobre la concepción de este genuino y bello género teatral, visible a través de los escenarios, que transcurren como decorados naturales, o de la mínima expresión de los protagonistas, como si de auténticas marionetas se tratasen. Pretendiéndolo o no, el teatro es un medio en el que se desenvuelve con facilidad, añadiéndole así un punto de complejidad a sus filmes. Probablemente sea ésta una de las razones más coherentes, junto con su narrativa, para valorar su obra.  



Violencia: símbolo catártico 

La violencia en sus producciones, en contraposición con la comedia (que es más causal que no ocasional), surge de la nada, a su máxima expresión. Pero, puntualicemos: en ocasiones la violencia y la comedia van unidas de la mano, como si de un matrimonio se tratase. Esto se ve claramente en cuatro producciones: Boiling Point (1990), Sonatine (1993), Brother (2000) y Zatoichi (2003). En las cuatro, muchos de los estallidos de violencia son planteados como inocentes juegos, aunque no lo sean. Mientras que, por ejemplo, en Brother, la presencia del sarcasmo viene siempre precedida por una buena dosis de crueldad, en Zatoichi, la manera de coreografiar las espadas cortantes (emblema violento del film) promueve un ballet armamentístico que estimula al espectador, haciéndole reír. Kitano demuestra que plantear una escena cruenta con humor rebaja la sensación de estar visualizando un film abiertamente violento (aunque él mismo reconoce que suavizar demasiado la violencia de sus películas sería como rebajar sus planteamientos como cineasta).

Tomemos como referencia una secuencia de Violent Cop en la que en un momento determinado, un bate de béisbol impacta en la cabeza de un policía. Durante unos segundos, el espectador es testigo de cómo la violencia de esa escena rodada en un plano general, esgrime esa funcionalidad abiertamente provocadora, pero que al mismo tiempo invita a reflexionar sobre la futilidad de ese momento violento fortuito, que aparece de la nada hasta su esplendor. La cara de asombro del espectador invita a que sonría, ya que no sabe realmente cómo debe tomarse esa escena. Por lo tanto, es importante entender que la violencia filmada por Kitano no es explícita en su totalidad, sino más bien usada como catarsis del dolor que experimentan sus personajes (y el propio espectador). Este planteamiento de la violencia incongruente, llena de efectividad catártica y vacía de contenido, hace aparición de la forma más estática posible, dejando la acción en segundo plano, centrándose sólo en el momento en que la cámara capta ese sobrecogedor instante. Cabe decir que esta manera de focalizar la violencia responde a una imagen emitida por TV, y que quedó gravada en la retina de Kitano, en la que un vietcong era asesinado de un balazo en la cabeza. Este horripilante fotograma, como ha quedado demostrado, le sirvió para confeccionar su praxis en esas escenas puntuales repletas de violentísimos encuentros con la muerte, su siguiente tema. 



La muerte como telón de fondo 

Kitano fascina con este tema, sobre todo, cuando deriva al suicidio. En casi todas sus producciones somos testimonios de esa obsesión constante por la muerte. En sus comienzos como director, la muestra de una forma más directa, se mofa de ella, como una burla a la vida: si en Violent Cop llega de las manos del repetido bate de béisbol, y en Boiling Point asistimos al primer suicidio fílmico, en Sonatine el loco de Murakawa ordena a sus hombres que comprueben los minutos que puede soportar un moroso sumergido en el agua. Seguidamente, y después del fatídico accidente que sufrió el verano de 1994 mientras iba en motocicleta, da una nueva orientación al tema: en Kids Return, los jóvenes ansían vivir y no morir, y en El verano de Kikujiro, ante la desesperación de encontrar (con vida) a la madre del pequeño Masao, prosigue al conformismo. Finalmente en Hana-bi, lejos de sintetizar ambos enfoques, éstos derivan hacia el suicidio, el eslabón definitivo de su temática y de la desesperación de sus personajes.

En Hana-bi, a través de una trama sencilla, llena de emociones contenidas, consigue fundir todo su mundo en poco más de hora y media. Definitivamente, se puede considerar su obra maestra, ya que consigue estremecer a cualquier persona que esté interesada por su cine, en buena parte, gracias al desarrollo conceptual del tema básico del film: el suicidio, que sirve de eje para narrar en paralelo dos historias unidas por un fino cordón umbilical (un policía inválido que escapa del suicidio gracias a la pintura, y otro policía que se solidariza con su mujer, enferma terminal, y sucumbe a la peor tentativa que puede realizar un humano). El mismo cordón umbilical y los mismos pensamientos trágicos son los que unen a los dos amantes atados en Dolls, una historia que parte de un hecho real vivido por Kitano en el distrito de Asakusa, donde vio a una pareja de mendigos atados caminando sin rumbo fijo hacia ninguna parte. 

Tal vez sea en Brother y en Zatoichi donde la muerte gratuita aparece como simple entretenimiento, efectista y servida de forma banal, para complacer a los histriónicos que adoran su cine por la frialdad de sus momentos violentos. Seguramente, la funcionalidad de las muertes en estas dos películas trasciende más allá de los recursos estilísticos que aplica a su cine, pues son dos cintas de género que permiten ciertas licencias formales, y que además reconstruyen el género al que pertenecen: la primera al viejo ‘yakuza eiga’, y la segunda, una remasterización de las clásicas películas de samuráis. 

Pasión violenta, desilusión, fatiga y suicidio, un cuarteto típicamente plausible en sus filmes, siempre antecedidos por la aparente tranquilidad con la que se desenvuelve la acción. 



Espacios idílicos: la calma antes de la tormenta 

Como antítesis de la muerte, aparecen los espacios idílicos o ambientes paradisíacos. Resulta evidente que el paisaje marino le inspira, ya que tarde o temprano siempre aparece, ni que sea en unos breves segundos de transición. Incluso dedicó una película a ello: Escenas en el mar (A Scene at the Sea, 1991), en la que una pareja sordomuda disfruta del mar, sobretodo él, que aspira a convertirse en un gran surfista. En esta película se deja llevar por las sensaciones de la apetecible brisa marina, y es muy probable que de este film surgiera el “Azul Kitano”, término que sirve para justificar todos esos encuadres cuya fotografía inunda la pantalla de suaves tonos azulados. El cinematógrafo Katsumi Yanagishima es el máximo responsable de imprimir esta tonalidad especial a los fotogramas filmados por Kitano, que ha trabajado con él en todas sus películas, a excepción de Violent Cop, que utilizó a un fotógrafo del equipo de producción previsto, y en Hana-bi, que contrató al brillante Hideo Yamamoto, responsable de algunas películas de Miike

Enlazando con el paisaje marino, parece ser también que le gusta filmar las playas de la isla de Okinawa, ya que buena parte de los momentos de relax de los protagonistas de Boiling Point y Sonatine se desenvuelven allí. 

Otros lugares idealizados son los espacios naturales. Fijaros sino en los paseos ociosos de Kikujiro y Masao, llenas de incertidumbre, en El verano de Kikujiro. Más elocuente resulta Dolls, donde continuamente los personajes avanzan por caminos tranquilos, sendas de luminosidad que finalizan en grandes tragedias, fruto del amor fatalista. 

Así pues, el dramatismo que se cierne sobre los personajes ‘kitanescos’, viene antecedido por momentos de aparente tranquilidad, necesarios para despistar al espectador, que a falta de conocer la fórmula original, se sorprende cuando esa calma se rompe con violencia o comedia. Este imponente sosiego no es un capricho explícito de Kitano, sino un mero deseo de conectar esa calma con la noción del tiempo que imprime en sus películas. 



Un nipón trasgrediendo la narración cinematográfica canónica 

Su manera de rodar es lo que más sorprendió cuando fue descubierto en occidente. En primer lugar, el conjunto de escenas estáticas de varios minutos, rompen con los esquemas establecidos por el cine norteamericano contemporáneo, aunque ciertamente, no se aleja tanto de los parámetros establecidos por algunos directores europeos, como Aki Kaurismaki, Michael Haneke (el de Funny Games), o incluso el desaparecido Krzysztof Kieslowski. Si bien, algunos han preferido ver una equivalencia entre el tempo narrativo practicado por Kitano y el utilizado por Abbas Kiarostami o Jim Jarmusch. En el fondo, tanto da con quien se le compare (si es que es necesario), lo que cuenta es que su cine sigue siendo más lento, a diferencia del que está acostumbrado a ver el público consumidor de blockbusters. Esto enlaza perfectamente con su sentido del ritmo, más pausado si cabe, pero marcadamente intrigante. 

Sin que sirva de precedente, ni tópico, es recomendable saber que el ritmo del cine japonés difiere sustancialmente del resto de cinematografías mundiales. En el arcaico cine nipón, y siguiendo un montaje lineal, un ritmo lánguido daba más coherencia a la historia que se pretendía contar, eso sí, extendiéndose, a veces, innecesariamente (siguiendo las onerosas maneras de representación del ‘kabuki’). Superada la barrera de los cincuenta, las majors y sus directores fetiches se plantean el cine de otra manera, modificando aspectos técnicos (incluido el ritmo del film) que sirven para recomponer el modelo estándar de su cinematografía. Takeshi Kitano y, por consiguiente, algunos cineastas de la nueva ola japonesa, se han adaptado a los nuevos tiempos preservando ese modelo impuesto hasta los años 50, como síntoma de identificación nacional. 



Otra manera más digerible de entender el tempo de sus películas es ver el proceso de creación de las mismas. Normalmente, aunque suene paradójico, Kitano empieza a rodar sin tener en mente la estructura total del film, sin apoyarse de un storyboard diseñado previamente y sin tener escritos los diálogos. Como él mismo ha pronunciado, a veces su mente sólo logra visualizar dos o tres escenas, sin poder descifrar el esqueleto general. Con este simplificado esquema podría resultar un poco desestructurada su concepción del film, induciendo a que el tempo sea totalmente desequilibrado. Todo lo contrario, esta manera de trabajar le ha permitido idear un ritmo especial que juega con las bases de la historia y, sobre todo, con los elementos secundarios que se desenvuelven en ella, siempre de forma aleatoria. Como ejemplo: en Sonatine sólo disponía de la escena del tiroteo en el ascensor y del combate de sumo en la playa; estas dos imágenes fueron las raíces para concebir la historia de un film que puede resultar poco estructurado desde el punto de vista de la narración, pero que pone en evidencia su forma de trabajar. 

En cuanto a la planificación, el director suele recurrir a los llamados ‘pillows-shots’: planos vacíos que sirven de transición (cuando la cámara enfoca a un personaje que anda desde el horizonte hacia ella, o viceversa). Kitano ha afirmado que sus películas, sin este recurso, durarían la mitad. Afirmación empíricamente comprobable en Kids Return, donde estos planos sirven de pretexto para filmar a los dos chavales entrenándose; en Hana-bi, que en sí podría considerarse un largo ‘pillow-shot’ continuo hasta el trágico desenlace; o en El verano de Kikujiro, donde son utilizados para describir los lugares por los que viajan los dos protagonistas. Por lo tanto, los ‘pillows-shots’ muestran esa abstinencia de tiempo que antes remarcaba, la causa de la necesaria lentitud y estatismo de sus largometrajes, recurriendo con asiduidad a los primeros planos estáticos, muy utilizados en las escenas de acción o en las que la violencia hace su aparición más contundente (todos recordareis el impactante primer plano de Kitano sonriendo y reventándose la cabeza en Sonatine). 



El montaje también tiene sello propio, resultando ser la tarea que más le gusta de todo el proceso de creación de una película. Cuenta Yoshinori Ota (su montador oficial desde Escenas en el mar), que Kitano cada vez se implica más en las tareas de montaje, relegándole a él a un segundo plano. Suelen montar sobre celuloide porque así el color adquiere otra tonalidad. También monta y rueda en paralelo, construyendo la película diariamente a tiempo real. Aunque no siga el montaje lineal, tampoco se aleja tanto de él (e aquí la fuente de preservación del conservadurismo clásico). La película estrella en este sentido sigue siendo El verano de Kikujiro, ya que empieza el relato de forma lineal, poco a poco va sustrayendo el pasado de Kikujiro como hiperactivo ‘yakuza’ a través de ‘flashbacks’, hasta que retoma el hilo inicial para llegar a un ‘happy end’ que no logra ser, y es en ese momento cuando la historia se detiene por completo, desarrollando otro relato (mucho más cómico) que concluye (esta vez sí) con un final feliz. 

Esta evidenciable transgresión narrativa influenció a otros directores japoneses, como por ejemplo a Rokuro Mochizuki (un cineasta especializado en películas de ‘yakuzas’ nada genéricas) o Hiroyuki Tanaka (más conocido por Sabu), que parecen tener una afinidad con el ‘estilo Kitano’. Así pues ¿podríamos hablar de que ha inventado un nuevo lenguaje cinematográfico? Probablemente, pero lo más acertado sería admitir que ha reciclado viejos conceptos y los ha sabido aplicar con inteligencia en sus películas. Todo un arte que ha evolucionado hasta un cine maduro y lleno de matices. 



Melomanía: Kitano meets Hisaishi 

La música en las películas de Takeshi Kitano es indispensable, ya que refleja en muchas ocasiones los estados de ánimo de los personajes, además de sostener todo ese lirismo que el director imprime en sus historias, convirtiéndolas en auténticos poemas fílmicos. Y seguramente, si preguntásemos al fan pasional del director cuáles son sus favoritas, rápidamente nombraría alguna de las que ha compuesto Joe Hisaishi. Este polivalente compositor ha puesto la nota musical hasta siete veces en su filmografía, incluyendo el logo de la “Office Kitano” (la productora de Kitano desde Escenas en el mar), que aparece siempre al principio de sus películas. 

Precisamente es en Escenas en el mar, donde suena Hisaishi por primera vez (incluido el logo). Igual que en composiciones posteriores. como Sonatine, Kids Return o El verano de Kikujiro, la música está repartida en un conjunto de melodías que se van repitiendo a lo largo del filme. La aportación musical de Hisaishi en Escenas en el mar juega un papel muy importante, ya que acompaña a los dos sordomudos en su viaje silencioso. Pero es en Sonatine donde el compositor advierte de su potencial artístico, que se articula en una estupenda banda sonora cargada de sintetizadores. A través de un ‘leit motif’ que se va repitiendo una y otra vez, y con pequeñas variaciones del mismo integradas en el conjunto, Hisaishi creó una de sus mejores piezas maestras, luego aumentada en las versiones sinfónicas de la misma. Un ‘soundtrack’ nostálgico, una melodía mortífera y exquisita. Probablemente fue su siguiente composición, Kids Return, la construcción más melódica de todas. También hay una marcada diferencia entre este trabajo y los dos anteriores, en tanto que su melodía principal es más alegre y movida, apoyada por ritmos electrónicos emparentados al techno melódico.

Para Hana-bi aplicó la misma fórmula de Sonatine, compaginando el sintetizador con la instrumentación, dando lugar a una eterna balada que retrata la amargura de los dos protagonistas, evitando si cabe, la redundancia que suponía el uso masivo del sintetizador. Pero la redundancia volvería a aparecer en El verano de Kikujiro, que apoyándose de un tema central a base de piano, realiza variaciones del mismo, siempre con una carga anímica que provoca la adhesión total a la historia por parte del espectador. Y de las dulces baladas, al bolero sintetizador de Brother. Para esta ocasión, Hisaishi se apoya nuevamente de la melancolía habitual de sus notas, con ritmos de piano suaves, y con un tema principal que va apareciendo de fondo. La última melancolía de Hisaishi para Kitano, hasta el momento, ha sido Dolls. Las mejores notas del compositor están incluidas en la breve banda sonora que configura la partitura original, de extrema belleza auditiva, evocando la tragedia de las tres historias narradas, y con un cierto aire de despedida que se deja entrever en el tema final. Cerrado su círculo con Hisaishi, en sus siguientes producciones confiaría la parte musical a músicos muy distantes estilísticamente hablando, tales como Keiichi Suzuki (Zatoichi, entre el zapateado, el claqué y el down tempo) o Yuki Kajiura (Aquiles y la tortuga, puro piano apesadumbrado y melancólico). 



Auto-parodias y auto-homenajes: la madurez de su cine 

A estas alturas, Kitano no tiene que (ni debe) demostrar nada a nadie. Es consciente de su edad, y también autosuficiente con sus programas de variedades. Con todo, ha seguido rodando, a pesar de que una parte de la crítica y de su público le dieran la espalda en un momento determinado por razones que nunca llegaremos a comprender del todo. Ese momento de transición se produjo seguramente con Takeshis’, donde el metalenguaje se hacía incomprensible en algunas partes de la trama y él mismo ejerce de crítico de su propia obra: la violencia desmesurada, la quebrazón de la cuarta pared para interaccionar con el espectador y el exceso de metraje y formalismo provocaron un rechazo de esta película que, por otro lado, al firmante, le sigue pareciendo una de las mejores compilaciones de sus mundos en una sola obra. ¿Os imagináis un filme ómnibus de los mundos de David Lynch realizado por el propio autor de Terciopelo azul? Pues es lo que vino a ser esta Takeshis’: Cómo ser John Malkovich en clave Kitano.  

Igual de autorreferencial y autoparódica fue Kantoku Banzai / Glory to the Filmmaker (2007), en la que se volvía a poner en solfa ese humor absurdo y sin ningún significado de Getting Any? (por momentos parece una parodia o secuela de la misma, ¡que ya es decir!). A muchos les pareció una tomadura de pelo, a otros incluso que se estaba riendo del propio espectador. Kitano vuelve a repetir la fórmula de Takeshis’, pero reduciendo la agresividad y la violencia al mínimo, se interpreta a sí mismo y revisa sus películas evocando el estilo ‘manzai‘, llevándolo a la gran pantalla en una historia que simplemente desgrana los problemas creativos de un realizador que prueba repetidamente con diferentes géneros y fracasa en el intento (como en Takeshis’, pero siempre desde el humor más desternillante y con un repertorio de gags que pueden resultar algo crípticos para el espectador occidental).  



Más contenida, pero siguiendo el mismo camino del artista frustrado, resulta Aquiles y la tortuga (2008). Como algunos sabrán, la paradoja de Aquiles corriendo tras la tortuga es una de las más famosas paradojas que expuso el filósofo griego Zenón. Éste estaba obsesionado en demostrar que todo lo que percibimos en el mundo real es ilusorio. Esta visión es la que experimenta un artista de escaso talento (Kitano himself), pero que cuenta con el apoyo de su sufrida esposa y que, a pesar de sus fracasos, consigue sacar adelante sus pinturas con motivación y pasión, que es el mensaje que parece transmitir. Con esta producción atípica de su filmografía vuelve a demostrar que es un artista completo y que se conforma con que un reducto de entusiastas y fieles seguidores de su obra comprendan, no solo su cine, sino su peculiar arte pictórico (el que vimos en Hana-bi, aquí ampliado en registro y técnica). Es un filme con el que logró que sintiéramos cierta compasión hacía él como creador, aunque esta apreciación no le hiciera demasiado gracia.  

Fruto de esta vanidosa insatisfacción volvió a las andadas con el cine clásico protagonizado por la ‘yakuza’, en una trilogía que se apuntala entre el marco autorreferencial y al homenaje a la época contemporánea del género (con referencias a Takashi Ishii o al V-Cinema de la Toei rodado en los años 1990). La trilogía que configuran las tres películas de Outrage es un completo y complejo recorrido por los códigos de conducta de estos forajidos nipones, en la que explora toda la terminología y ritualización de la mafia japonesa de forma rigurosa (la figura dual del oyabun / kobun, senpai, giri-ninjo, chinpira, etc.), así como patrones de conducta (recomendamos visionarla en V.O.) No es más violenta ni cruel que otras, y resulta un error compararla con Brother. No obstante, contiene momentos de violencia desagradable que harán las delicias de los espectadores más sádicos (esa escena en el dentista le quitará a más de uno el mal de muelas). Un final de ciclo ‘yakuza’ que no obtuvo los resultados esperados en taquilla.  



Parecía que la aureola de humanidad de Kitano había desaparecido con Outrage. Por suerte, su sensibilidad, su timidez, su humildad y empeño en el trabajo de artista se ha recuperado en forma de biopic nostálgico en Asakusa Kid (Shogo Kawashima, 2021), donde se nos cuenta sus orígenes en el famoso France-za. La película está contada de forma invertida, pues empieza con un Kitano en la vejez (interpretado con solvencia por Yuga Yagira, el niño de Nadie sabe) y hace un retroceso hasta finales de los años 60, un pasado que ya se nos antoja algo lejano. En realidad este filme que ha sido distribuido internacionalmente a través de Netflix ahonda más en el maestro de Kitano (el legendario Senzaburo Fukami), que no en sus trabajos como humorista precoz. Vemos los primeros pinitos de Kitano (en su faceta de Beat Takeshi), donde demuestra su particular sentido del humor, como desarrolló aquellos tics que lo hicieron famoso en la pequeña caja tonta y, sobre todo, como ese chico de Asakusa llegó de la nada para convertirse en el mayor artista que hay en Japón. 

Y es que ya va siendo hora de equipararle con los grandes, pues para nada tiene que envidiar al Kurosawa más épico, al Ozu más estático o al Imamura más reflexivo. Y es que el cine es como una cadena de montaje, y Kitano (igual que otros compatriotas suyos) ha reinventado lo que generaciones anteriores ponían en práctica en el cine. Como diría la mujer de Nishi al final de Hana-bi: “gracias por todo (Mr. Takeshi). Pero no os voléis la tapa de los sesos, su show aún no ha terminado… 

Por Eduard Terrades Vicens 

Publicado originalmente en la revista CineAsia.

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