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Camino a Yomeddine: El cine egipcio como motor del cine de Oriente Proximo

06/03/2019

Sin duda es Irán, dentro de la producción cinematográfica de Oriente Próximo, la más conocida en Occidente al gozar de una mayor repercusión internacional. Directores como Abbas Kiarostami, Jafar Panahi, la familia Mahmalbaf, y más tarde Asgar Farhadi han estrenado sus producciones en festivales como Berlín, Venecia y Cannes. Pero no nos engañemos, estamos hablando de que en los últimos veinte años se han estrenado cerca de veinte títulos iranís en los cines españoles. Si se habla del cine procedente de otros países de Oriente Próximo la cosa no mejora. En lo que va de siglo el público español ha podido ver 7 películas de nacionalidad turca, 6 films israelíes, 4 procedentes de Egipto, y 4 de la cinematografía libanesa. Nada que ver con las más de ochenta películas japonesas que han llegado a nuestro país en el mismo período de tiempo.

El término «Oriente Próximo» (para los europeos) sirve para nombrar un área geográfica, pero no tiene fronteras precisas. La definición (arbitraria) más común incluye: Baréin, Egipto, Irán, Irak, Israel, Jordania, Kuwait, Líbano, Omán, Catar, Arabia Saudí, Siria, Turquía, los Emiratos Árabes Unidos, Yemen y los territorios palestinos. Esta zona geográfica alberga numerosos grupos étnicos, entre ellos amharas, árabes, armenios, egipcios, bereberes, africanos, asirios, drusos, griegos, judíos, arameos, kurdos, maronitas, persas, turcos; a la vez que es también un crisol de religiones. Predomina el islam, los seguidores de fe bahá’í, el zoroastrismo, el judaísmo y la religión cristiana. No es de extrañar, pues, que sea un área de conflicto en el que abunden las guerras civiles, la vulneración de derechos, la desigualdad social y en el que los derechos de las mujeres sigan estando cuestionados. Todas estas problemáticas van a ser recogidas por los cineastas de Oriente Próximo que utilizarán el cine como un instrumento para denunciar la realidad social que les envuelve.

Aunque el cine había llegado al mismo tiempo a todo Oriente Próximo, a principios de siglo XX, ningún país conoció mayor desarrollo que la cinematografía egipcia. De tal modo que en vísperas de la eclosión del llamado nuevo cine árabe (al inicio de los años sesenta), tan sólo Siria, Líbano y hasta cierto punto Irak contaban con una infraestructura como industria de cine y una producción significativa. Y van a ser estos países los encargados de vertebrar la renovación cinematográfica a lo largo de la década de los sesenta y los ochenta.

La historia comenzó, según todos los indicios, en el Café Zavani de Alejandría a finales del año 1896 con la primera exhibición cinematográfica a cargo de la casa Lumière. Pocos días más tarde otra sesión tuvo lugar en El Cairo. De tal manera que en 1908 ya había 11 salas de cine funcionando en Egipto (5 en El Cairo y 3 en Alejandría). Al parecer fue un empresario francés que regentaba un cabaret en Alejandría el artífice, en 1912, del primer film rodado en suelo egipcio: Dans les rues d’Alexandrie. Habría que esperar hasta 1927 para que viera la luz el primer largometraje egipcio. Leia, dirigida por Stephan Rosti, narra el encuentro de una joven campesina (la famosa actriz y productora de la película Aziza Amir) que, tras haber sido seducida por un beduino, marcha a El Cairo, embarazada, para pasar todo tipo de penalidades. Durante la época muda se rodarán tan sólo 13 largometrajes.

El nombre de Mohamed Karim se asocia con la llegada del cine sonoro a Egipto. Al-Warda Al-baida (La rosa blanca, 1933) se encuentra entre lo más destacado de esta primera etapa en la que se busca adaptar los ritmos y canciones orientales al nuevo medio de expresión, acortando en general los temas musicales para facilitar su mejor integración en la trama del film. En esta época se produce también un hecho relevante: la creación de unos modernos estudios de producción en El Cairo: los estudios Misr. Uno de sus primeros logros es el de enviar a algunos jóvenes becados a Europa para su formación, asegurándose así un alto nivel tanto técnico como artístico en sus siguientes producciones.

El cine egipcio va a vivir a lo largo de los años 30 y 40 su momento de mayor esplendor. Un cine que parecía dispuesto a hacer de la comercialidad su bandera, tomando como referentes al cine comercial francés y, sobre todo, al americano. En parte para eludir cualquier clase de conflicto con la censura, pero también por su credo que exaltaba el entretenimiento y la evasión. Las historias que se desarrollan en medios humildes y obreros no alcanzan el éxito entre el público, que es reservado para las películas que se asoman a ambientes que el pueblo desconoce, y de los que sólo tiene noticias a través de las novelas: teatros, cabarets, casinos, playas… Durante la década de los treinta y los cuarenta, la producción egipcia representa el 85% de los films realizados en Egipto a lo largo de toda su historia.

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La revolución nasserista de 1952, junto con la censura política, lleva consigo una fuerte campaña de nacionalización de la industria del cine, junto con el nacimiento de una corriente de cine de corte realista. Formado en los Estados unidos y procedente del cine comercial el egipcio, Yussef Chahine filma una de las obras cumbre de la época, Bab al-Hadid (Estación central, 1958), extraordinario fresco costumbrista a la vez que un incisivo estudio sobre la represión sexual en la sociedad egipcia. Evidentemente, auspiciados por el nasserismo, van a producirse durante esta época un buen número de films patrióticos, que representan una primera y tímida aproximación al mundo de la política. Entre estas producciones destacan Mustafa Kamil (1952) o Port Said (1957).

En los años 60 el cine egipcio vive una renovación, con la creación de la Organización para la Promoción de la Industria Cinematográfica, que contribuye a la difusión de la cinematografía egipcia en el extranjero por medio de una ofensiva en los festivales internacionales, a la vez que se pone en marcha una política de coproducciones (Italia, Hungría, Francia y hasta Japón). El sector público respalda la producción de los más prestigiosos directores de cine egipcios, como Henr Barakat o Fatin Abdelwahab, pero la esperada renovación generacional no se produjo en esta etapa, en la que sólo se producen un 10% de films de nuevos realizadores. Al-bustagi (El cartero, 1968), segunda obra de Hussein Kamal, se convertirá en una de las obras capitales de este nuevo cine egipcio.

Las jóvenes promesas del cine ofrecerán a lo largo de los años 70 obras de enorme interés por su contacto con la realidad social. La situación legal de la mujer es tratada por Said Marzuq en su interesante Uridu hall (Quiero una solución, 1974), pero será la denuncia de la corrupción en los diferentes ámbitos de la sociedad la que centre la atención de los nuevos directores. El propio Marzuq denunció el tráfico de influencias en Al-muznibun (Los culpables, 1975) mientras que Mambduh Shukry refleja la actuación de los servicios policiales paralelos (razón por la que la película estuvo prohibida durante dos años) en Zair al-fa (El visitante del alba, 1973). A fines de los años setenta y en los ochenta, la industria cinematográfica egipcia estuvo en declive, con el surgimiento de lo que se denominó «películas de contratistas». El actor Khaled El Sawy las describió como películas «donde no hay historia, ni actuación ni calidad de producción de ningún tipo… películas de fórmula básica que apuntan a ganar dinero rápido».

Desde la década de 1990, el cine de Egipto ha caminado en diferentes direcciones. Las películas independientes atraen en parte la atención internacional, pero la asistencia al cine es escasa. En el box office destacan las películas comerciales, a menudo comedias como White Lie (Noor Arnaoot, 2018), y las obras extremadamente rentables del actor Mohamed Saad. El año 2007, sin embargo, vio un aumento considerable en el número de películas egipcias realizadas. Si en 1997, el número de largometrajes egipcios producidos fue de 16; 10 años después, ese número había aumentado a 40.

Un reportaje de Enrique Garcelán

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