Lee Chang-dong no es un realizador al uso. Tampoco lo es la historia de su país. Corea del Sur, país por el que han transitado los intereses de japoneses, chinos o americanos, ha visto cómo, tras la ocupación japonesa al final de la Segunda Guerra Mundial, le seguía una división interna: la de las dos Coreas. Una división aún no superada, causante de una herida no cicatrizada que se agravó con la llegada de la dictadura en los años sesenta y que persistió en el país a lo largo de tres décadas. Lee Chang-dong vivió estos hechos durante la adolescencia, cuando los sueños de juventud estaban creciendo, hasta llegar a Kwangju (la matanza de civiles más importante en la historia de Corea producida a principios de los años ochenta), y donde enterró a toda una generación. Una generación que, por otra parte, va a ser la responsable de la explosión cultural que vive Corea a lo largo de los años noventa: la nueva ola coreana.
Las películas de Lee Chang-dong radiografían a una sociedad enferma: en Peppermint Candy, repasa su historia más reciente (de la dictadura a la democracia), en Oasis, habla acerca de los diferentes y cómo viven al margen de la sociedad, en Poesía, analiza la violencia de los adolescentes en una Corea que vive al ritmo de los avances tecnológicos. Burning disecciona la juventud de Corea y la rabia que encierra en su interior.
“Parece que hoy en día las personas de todo el mundo, independientemente de sus nacionalidades, religiones o condición social, están enfadadas por diferentes razones. La furia de los jóvenes es un problema particularmente acuciante”, comentaba el director en la presentación de la película en el Festival de Cannes donde Burning se alzaría con el Premio de la Crítica. En Corea, los jóvenes están teniendo dificultades. Sufren problemas de desempleo, incluso los licenciados universitarios. La juventud no encuentra esperanza en el presente y ven que las cosas no mejorarán en el futuro. Incapaces de identificar un objeto al que dirigir su ira, se sienten impotentes. Estas son las motivaciones que llevaron a Lee Chang-dong a dirigir Burning. A contarnos la historia de Jongsu, uno de los protagonistas de la película -su padre está siendo juzgado, su madre le ha abandonado, no tiene ningún trabajo a la vista- vive esta situación de impotencia en un mundo que se está volviendo cada vez más sofisticado, un lugar perfectamente funcional en la superficie, pero que no tiene cabida para un joven como él.
Basada en el relato “Quemar graneros” del escritor Haruki Murakami -publicado en nuestro país en el libro El elefante desaparece, antología de cuentos del escritor-, Lee Chang-dong decide eliminar del título una de las palabras y dejarlo en un intrigante Burning. Y es que al escritor, profesor de universidad y director coreano le encantan los títulos que sugieren, pero que no avanzan demasiado acerca de lo que verá el espectador. En esta ocasión, como ya hizo con Oasis, o Poesía, el director utiliza tan sólo una palabra para definir su película… Un film que recoge un sentimiento a lo largo de todo el metraje: la ira contenida. Y como sucede en los incendios, será una chispa la encargada de prender el fuego que estallará en un momento de la película.
No son muchas las oportunidades que se presentan en España para ver a un realizador que a la par que comprometido con su país es capaz de realizar un cine que interese al espectador. España tenía a Pilar Miró y unos trajes fueron suficientes para que la enterráramos en el ostracismo. Disfrutar del cine de Lee Chan-dong es un regalo. Ojalá nos dieran muchos más a lo largo del año.
Una crítica de Enrique Garcelán