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BCN Film Festival: Nagasaki, recuerdos de mi hijo

03/05/2017

 

Cuando se habla del horror nuclear en Japón, a la mayoría le viene a la cabeza Hiroshima. Sin embargo, la bomba que se dejó caer sobre la ciudad de Nagasaki, cuyo lanzamiento tuvo lugar tan solo 3 días después de la primera, sin demasiado tiempo para reaccionar, fue mucho más violenta y cruenta, dejando un reguero de 80.000 muertos y miles de familias destrozadas.

La memoria histórica tiende a ser selectiva, incluso en la industria del cine japonés, y cuando se habla de los efectos de la radiación normalmente se incide en la primera de las ciudades bombardeadas. No es el caso de este melodrama firmado por Yoji Yamada, que más bien emplea su tiempo en hablar de las consecuencias de la tragedia en el seno familiar, a través de la historia de una comadrona (Sayuri Yoshinaga) que perdió a su hijo (Kazunari Ninomiya) en esa fatídica mañana del 9 de agosto de 1945. Tres años más tarde, en el aniversario de ese trágico suceso que marcó la historia del siglo XX, el alma del joven regresa para reencontrarse con su madre e intentar saldar aquellas cuentas que le quedaron pendientes antes de su deceso; entre otras, pedirle que convenza a su prometida de que debe rehacer su vida.

Con este pretexto Yamada brinda otro magistral relato costumbrista desubicado de la contemporaneidad, bañado por el aura sobrenatural que representa la presencia del hijo retornado, pero huyendo de cualquier motivación fantástica porque en todo momento la madre acepta ese retorno, integrando el “espíritu” en ese ambiente cotidiano. Nunca mejor dicho: el fantasma de la guerra viene representado por ese joven, víctima inocente de un conflicto provocado por descerebrados adultos y un emperador megalómano. A través de la presencia discursiva de esa alma atrapada en la Nagasaki del 9 de agosto de 1945, el director entabla un diálogo con el espectador sobre la necesidad de pasar página ante hechos trágicos. Por descontado, refleja los tiempos de la posguerra en Japón, más cruda aún si cabe en Nagasaki y Hiroshima, y áreas próximas, por culpa de los efectos de la radiación nuclear. Nos habla del estraperlo, de las familias destruidas, de cómo mantener las formas a pesar de las penurias, de las traumáticas decisiones que, de manera individualista, debían tomar muchos ciudadanos japoneses para seguir adelante… En definitiva, de unos tiempos convulsos en los que aún había momentos para la esperanza y el desahogo anímico.

Todo mostrado desde un punto de vista muy cristiano. No en vano, el catolicismo entró por Nagasaki en tiempos de la pre-reunificación del Japón a finales del siglo XVI y actualmente es uno de los centros neurálgicos del cristianismo, agrupados bajo el auspicio de la catedral de Urakami, que precisamente fue destruida por la bomba atómica. La religiosidad se extiende por todo el relato en un clima de paz, respetando en todo momento esa conversación constante que Yamada entabla con el espectador (sobre todo el japonés) y hace que nos formulemos la pregunta de por qué narices se llegó a esos extremos a las acaballas del conflicto entre los Estados Unidos y el Japón, semanas antes de su capitulación. Tampoco ha pretendido hacer un relato moralista, ni tan siquiera una recreación minuciosa de esa dura década, sino aprovechar elementos históricos para provocar una reacción a las nuevas generaciones que les inviten a reflexionar y al mismo tiempo contentar a los más veteranos seguidores de su cine.

Por momentos, Yamada parece haberse empapado del alma literaria de Natsume Soseki, sobre todo de esos ensayos y relatos más críticos, en los que este escritor de la Era Meiji se cuestionaba el periodo que le había tocado vivir (en la novela Soy un gato resulta muy evidente). El otrora creador de Tora-San (personaje al que homenajea a través de un charlatán que saca utensilios y alimentos del mercado negro y que quiere conquistar el corazón de esta madre desolada) no apunta tan alto, pero la figura del hijo campando a sus anchas por el hogar familiar, a modo de alma en pena, funciona como alter ego de esa sociedad japonesa que rondó perdida durante la posguerra y que no encontraba la manera de combatir sus miedos, sus fracasos, su derrota.

Decíamos que pocas películas han tratado en profundidad las consecuencias de Nagasaki; ahí quedan Children of Nagasaki (1983), de Keisuke Kinoshita, o Rapsodia en Agosto (1991), de Akira Kurosawa. Son dos vivos ejemplos de los traumas ocasionados por la radiación y el desvanecimiento familiar ocasionado por ella. Nunca antes se había representado con tanto horror el lanzamiento de la bomba, el clímax exacto de cuando el B-29 apodado “Bockscar” la dejó caer a las 11:01 de la mañana, explotando a 469 metros de altura sobre la ciudad. La pericia de Yamada al recrear la explosión es tan impactante como demoledora: ilumina la pantalla con un destello que nos ciega, aplicando un sonido ensordecedor, de diapasón, para acto seguido escuchar el retronar de la bomba y hacer un fundido en negro que asimismo sirve de elipsis temporal. Una vez se abre el plano, han transcurrido 3 años.

A todo ello se le suma la música diáfana de Ryuchi Sakamoto, que ayuda a dar ese halo cristiano. Si Yamada puede pecar de repetitivo en sus guiones, en este filme ofrece un discurso completamente distinto, con una carga emotiva e histórica que nos recuerdan que en los conflictos siempre sufren los mismos. Nagasaki, recuerdos de un hijo se convierte en una película necesaria para recordar lo que tuvieron que soportar la población civil, tanto por culpa del Imperialismo (al que se hace alusión de su paranoico comportamiento en un par de escenas) como por la incisiva demostración de fuerza de los Aliados para reducirlo. Tan necesaria que Japón la propuso como candidata para representarlo en los Oscar. Una producción que no abusa del dramatismo, que plantea los dilemas de los protagonistas siempre desde la serenidad, aderezado con una chispa de comicidad oportuna y con el ritmo sosegado que suele imprimir este realizador octogenario en sus historias. Si hay alguna película a recomendar de Yamada a un novicio del cine japonés, que sea esta.

Por Eduard Terrades Vicens                                                                                                                                   

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