Uno de los pocos géneros populares que siguieron cultivándose en Rusia a lo largo de todos sus años como Unión de Repúblicas Soviéticas fue la ciencia ficción. Al contrario que, en términos generales, el fantástico y el policial, géneros cuyos contenidos implícitos o explícitos podían perturbar el orden del Estado –sólo asomaban tímidamente, especialmente el segundo, en el género de espionaje con tendencias propagandísticas-, dado que tenían la mala costumbre de mostrar a menudo los aspectos más negativos de la sociedad y el individuo (aspectos cuya existencia, naturalmente, era ajena por completo al perfecto Estado Proletario), la ciencia ficción podía verse, sin embargo, como una fuerza positiva y progresista, perfectamente en línea con el marxismo científico, inspirador de la propia Unión Soviética.
Las ideas que darían lugar a la Revolución de Octubre trajeron consigo un esplendor futurista y utópico, rabiosamente optimista, que propició la eclosión de un buen número de escritores y obras de ciencia ficción, entre ellas la pionera Estrella Roja (Nevsky Prospects) del científico Alexander Bogdánov, Aelita (también en Nevsky Prospects) y otras muchas de Alexéi Tolstói; Ariel, El Hombre Anfibio -publicada ocasionalmente como “Ictiandro”-, El Ojo Mágico, y un largo etcétera de Alexandr Beliaev (“el Julio Verne ruso”), e incluso los dramas vanguardistas de Maiakovski. A pesar de sus ambigüedades y matices, la gran mayoría de estas novelas, relatos y obras teatrales miraban el futuro, la tecnología y los avances científicos con buenos ojos, siendo tan solo su mal uso o abuso por parte de la sociedad burguesa y capitalista el objeto de sus críticas. Con la salvedad de algunas excepciones, como Bulgákov y sus novelas cortas Corazón de Perro (Alfaguara) y Los Huevos Fatales (Valdemar), o Zamyatin con su clásica distopía Nosotros, la ciencia ficción soviética estaba tan teñida de entusiasmo, fe en el progreso y optimismo como la propia Revolución, pese a que, con el tiempo, serían más bien las predicciones pesimistas de Zamyatin y Bulgákov las que se convertirían en realidad.
Tras la hecatombe estalinista que puso fin a las vanguardias y, con ellas, al futurismo y el constructivismo desbocados, la ciencia ficción se las apañó para sobrevivir bajo la pesada bota del Realismo Social, disfrazando sus críticas disidentes bajo el aspecto de distopías futuras o espaciales, que apuntaban siempre directamente al capitalismo occidental y su sociedad decadente –aunque indirectamente, de manera oblicua y arriesgada, a los propios excesos soviéticos-, manteniendo a menudo una cierta apariencia de positivismo, inspirada por la fe en la ciencia del comunismo soviético. Inspiración que se vería reforzada, tras la muerte de Stalin, por la Carrera Espacial, que enfrentó a la URSSy los Estados Unidos durante varias décadas.
Especialmente a partir de los años 60, surgiría una nueva literatura de ciencia ficción, encabezada por nombres tan destacados como los de Efremov, Bulychov, Dneprov, Valentina Zuravleva, Dudincev, y otros, muchos de ellos de formación y profesión científica, capaces de combinar la extrapolación, el sentido de la maravilla, la reflexión filosófica y la sátira, a menudo con ribetes de crítica social. De entre todos, ningunos tan prolíficos e influyentes como los hermanos Arkady y Boris Strugatsky, cuya obra ha nutrido algunas de las mejores películas de ciencia ficción rusa, antes y después de la caída del régimen soviético.
El cine ruso de ciencia ficción siempre ha mirado también, provechosamente, hacia su literatura. Su gran clásico mudo, Aelita (1924), de Yakov Protazanov, adaptaba la novela del mismo título, y El Hombre Anfibio, de Beliaev, sería llevado al cine en la colorista y simpática Amphibian Man (Chelovek-Amfibya. Vladimir Chebotaryov, Gennadi Kazansky, 1962), mientras que el guión de la justamente célebre El Planeta de las Tormentas (Planeta Bur. Pavel Klushantsev, 1962) se debió a su vez al escritor de ciencia ficción y pionero de la ufología soviética Aleksandr Kazantsev. Sin embargo, fueron las obras de los Strugatsky las que más y mejor influirían en el peculiar estilo –o estilos, mejor dicho- y características de la ciencia ficción rusa cinematográfica. Arkady –fallecido en 1991- y Boris Strugatsky no solo han sido los principales embajadores de la CF rusa en el mundo, sino, sin duda, dos de los mejores escritores mundiales del género, cuyos relatos y novelas han merecido traducirse a la mayoría de los principales idiomas, sirviendo de inspiración para la nueva generación de los Lukyanenko, Bulychev, Glukhovsky, Starobinets, Rubanov o Sorokin. Sería demasiado largo y complicado abordar aquí su extensa obra, que incluye sátiras, space operas, distopías y fantasías de diverso género, baste decir que parte de ella se desarrolla en el marco conceptual del ‘Universo de Mediodía’, una futura civilización humana, de origen terrestre, que se extiende pacíficamente por las galaxias, basándose en los principios de la paz, la abundancia, el progreso y la no intervención en los conflictos internos de otros mundos. Se trata de una suerte de proyección utópica de los principios del comunismo, gracias a la cual, los Strugatsky se las apañaban para pasar la censura oficial que, de otro modo, hubiera impedido la publicación de muchas de sus obras. Porque el hecho es que este ‘Universo de Mediodía’ nos lleva a planetas y mundos donde se vive en regímenes totalitarios, despiadados e inhumanos, que recuerdan demasiado las peores características del periodo soviético. En buena parte de las obras de este ciclo, el conflicto surge entre la directiva de no intervenir en los asuntos de mundos menos evolucionados quela Tierra y la necesidad de hacerlo en beneficio de sus habitantes, dilema que encarna finalmente en la “clase” de los “progresores”, especie de héroes culturales que se encargan voluntariamente de supervisar el progreso de planetas en situaciones extremas, como la dictadura brutal del planeta Saraksh o el sanguinario sistema feudal de Arkanar.
No toda la obra de los Strugatsky se relaciona con el ‘Universo de Mediodía’. De hecho, la mayoría de sus historias llevadas al cine están al margen de este ciclo narrativo, con pocas excepciones. Sin duda, la más famosa adaptación de una de sus obras es la maravillosa Stalker (1979), de Andrei Tarkovsky, basada en la novela corta Picnic na Obochine (1971), algo así como “Picnic al borde del camino”, más conocida en nuestro país como Picnic Extraterrestre. El filme de Tarkovsky difiere notablemente del relato original, especialmente al no especificar el origen alienígena de la misteriosa Zona donde se desarrolla la mayor parte de su acción. Pero estas libertades son tanto más razonables y beneficiosas, si tenemos en cuenta que el guión de la película fue escrito por los propios Strugatsky. Tarkovsky, que ya había llevado a la pantalla Solaris del polaco Stanislaw Lem, en 1972, sentía un profundo interés por la ciencia ficción y los fenómenos paranormales, rayando en lo místico, y Stalker es, quizá, su mejor película, o, al menos, la que mejor fusiona y muestra estos intereses a través del elegante, sensual y atmosférico estilo del director, quien “esculpe el tiempo” como nunca en esta extraña parábola de la búsqueda del sentido de la vida, que tiene por escenario la inquietante Zona, donde todo es posible, y sólo los stalkers se atreven a penetrar. Lenta, hipnótica, siniestra y hermosa, es una de las mejores películas de la historia no sólo del cine fantástico o de ciencia ficción, sino del cine a secas.
Siguiendo en cierto modo los pasos del fallecido maestro, Aleksandr Sokurov colaboraría a su vez con los Strugatsky en el guión de la inquietante Días de Eclipse (Dni zatmeniya, 1988), inspirada en la novela Za Milliard let do Kontsa Sveta, que puede traducirse como “Un billón de años antes del fin del mundo”. Más críptica si cabe que la propia Stalker, la película de Sokurov obvia cualquier tipo de explicación o exégesis, tanto científica como fantástica, al presentarnos la singular peripecia de un joven médico en una pequeña ciudad del Turkmenistán soviético, cuya vida se ve alterada por extrañas revelaciones, sucesos y mensajes del más allá, en un marco desolador y apocalíptico, que revela de alguna manera la inminente crisis que acabaría pronto con los restos del sistema soviético. Pese a las odiosas comparaciones y su innegable aire de familia con el universo de Tarkovsky, Sokurov marca distancias con una estética personal, radicalmente feísta y paranoica, que lleva el realismo hasta los límites dela Realidad misma, para destruir sus frágiles fronteras y cualquier certeza del espectador con ellas.
Curiosamente, la última película soviética en sentido estricto, aunque en coproducción con Alemania Occidental y Francia, sería otra producción basada en una obra de los Strugatsky: El Poder de un Dios (Es is nicht leicht ein Gott zu sein, 1989), dirigida por el alemán Peter Fleischmann, adaptación de una de sus novelas más justamente célebres, Trudno Byt´ Bogom (1964), es decir: Qué Difícil es Ser Dios, perteneciente al citado ciclo del ‘Universo de Mediodía’. Pese a los muchos conflictos y problemas que rodearon esta superproducción europea –comenzando por el desacuerdo entre los Strugatsky y la productora alemana, ya que éstos querían que el filme fuera dirigido por un realizador ruso, por lo que tras sus enfrentamientos con el director designado abandonarían toda colaboración directa con la película-, en cuyo guión participó el inefable Jean-Claude Carrière, se trata de un inteligente y logrado filme de ciencia ficción, con aires de “Métal Hurlant” (no en vano trabajaría en él como diseñador el dibujante de cómic francés Jean-Claude Meziéres), notablemente fiel al original literario, pese a lo cual pasaría injustamente desapercibido entre la maraña de superproducciones americanas del género. Recuperado hoy en DVD, y pese a las críticas negativas que le dedicaran los propios Strugatsky en su estreno, refleja con integridad y acertada iconografía, no carente de escenas de acción y aventura, el conflicto esencial de la novela: la necesidad de romper con la norma de no-intervención, a fin de salvar a los habitantes de un planeta medieval de la barbarie y los abusos de poder… Pero también el precio que habrá de pagarse por ello.
Habría que esperar al nuevo milenio para encontrar la siguiente adaptación de los Strugatsky a la pantalla, The Ugly Swans (Gadkie lebedi, 2006), de Konstantin Lopushansky, basada en El Tiempo de las Lluvias (1987). El texto original es uno de los que conoció más aventuras y desventuras de entre todos los publicados por sus autores. Escrito entre 1966 y 1967, fue rechazado por la censura, debido a sus claras connotaciones críticas hacia el sistema y la realidad soviéticos. Sin embargo, a comienzos de los 70 circularía una traducción al alemán sin permiso de los autores, editándose también en los Estados Unidos en 1979, ya con su autorización. No vería la luz en ruso hasta ser publicado por la revista letona “Daugava”, incluyéndose también como parte de la novela Destinos Truncados (Jromaia sud´ba, 1986), publicada en España por la editorial Gigamesh, que ha editado varias de las novelas más importantes de sus autores, incluyendo “Qué difícil es ser Dios”. El filme de Lopushansky, visto en su día en el Festival de Sitges, permanece fiel a la trama principal de la obra, aunque cambiando numerosos detalles, sobre todo para adaptarse al contexto histórico y social de la Rusia actual (la historia ocurría en una dictadura sin nombre), adquiriendo también, especialmente en un nuevo final, un tono aún más pesimista. Sin llegar ni mucho menos al extrañamiento singular de Sokurov o a la poética mística y personal de Tarkovsky, The Ugly Swans se mueve en las mismas aguas, con atmósfera densa e inquietante, mostrando claramente también el contraste que ofrece el propio imaginario de los Strugatsky, quienes en sus obras del ‘Universo de Mediodía’ utilizan el arsenal del space opera y la aventura, mientras en otras como ésta o las que inspiraran Stalker y Días de Eclipse se inclina por una ciencia ficción distópica, crítica y reflexiva… Aunque a menudo ambas puedan ir de la mano gracias a su particular genio.
Estas dos constantes, la reflexión crítica y filosófica -asociada frecuentemente a la descripción distópica de sociedades fascistas y totalitarias-, y la aventura iniciática, llena de peripecias, exotismo y peligro, se funden con fortuna en The Inhabited Island (Obitaemyy ostrov, 2008), superproducción de Fyodor Bondarchuk (sí, hijo de “ese” Bondarchuk) basada en la novela Obitaemy Ostrov (1971), que forma parte también del ciclo consagrado al ‘Universo de Mediodía’. Considerada la película más cara en la historia del cine ruso, antes del estreno de El Almirante (Admiral. Andrey Kravchuk, 2008), dividida en dos partes –ojo, no es que haya una “secuela”; la segunda es una continuación directa: literalmente, su mitad final-, The Inhabited Island es un auténtico disfrute para los sentidos del aficionado a la ciencia ficción y la fantasía. Bondarchuk y su equipo recogen y utilizan con gracia e imaginación influencias visuales que van de Blade Runner a Matrix, pasando por La Naranja Mecánica, 1984, Mad Max 2, Dune, el cine de Hong Kong, la escuela de “Métal Hurlant”, el manga, Giger, el Cyber y el Steampunk, etc., pero sin perder nunca las señas de identidad propias del “alma” cinematográfica rusa: una exposición larga y pormenorizada, el contraste entre violentas, rápidas y espectaculares escenas de acción con momentos poéticos, oníricos y románticos que rayan en el kitsch… En definitiva, un sentido de la narración en absoluto esclavo del cine hollywoodiense, por mucho que recurra a la espectacularidad, los efectos especiales y la tecnología. De hecho, la primera mitad del filme, que cuenta la llegada como náufrago espacial del joven Maksim al planeta Saraksh, conduce al espectador por el laberinto de una extraña cultura alienígena -por más que de origen humano-, sin explicación alguna, sometiéndole a las mismas sensaciones, sorpresas y torturas que a su protagonista, perdido y perseguido en un mundo alucinante y alucinado, controlado por misteriosos poderes y personajes monstruosos, que se irán explicando gradualmente a lo largo de la narración. Esto, que molesta a muchos espectadores actuales –incluso, por desgracia, algunos rusos-, es, precisamente uno de los valores esenciales del filme y, en general, del cine ruso y de Europa Oriental, siempre más próximo en este aspecto al asiático, que al mucho más lineal y previsible de Hollywood y su área de influencia.
Maksim, interpretado por el guapo Vasiliy Stepanov, atrapado en una compleja dictadura, controlada mental y físicamente por una oligarquía tecnocrática que permanece en la sombra, mientras sacrifica a la guerra, la prisión y el control psicológico a la mayoría de la población, es el prototipo ideal del bogatyr ruso, el caballero andante de los cuentos y leyendas eslavos. Pero a lo largo de los más de doscientos minutos de duración de la historia, que no aburre ni un instante, su eterna sonrisa desaparece, al descubrir que el heroísmo no es un trabajo fácil, y que liberar a los esclavos tiene un precio muy alto, quizá la vida misma o, peor aún, el bienestar futuro de los propios liberados. The Inhabited Island, como El Poder de un Dios y buena parte de las historias del ‘Universo de Mediodía’, se centra en el dilema de la intervención o no-intervención de una humanidad superior en los destinos de aquellos que se encuentran tecnológica y culturalmente por debajo, y el derecho a interferir en su futuro. Pero los Strugatsky van mucho más allá de los tópicos de Star Trek, al igual que Maksim no es un “simple” mesías como Neo. No ofrecen soluciones sencillas y mágicas a lo que son problemas complejos, casi insolubles en la práctica, inscritos con sangre a lo largo de la historia del imperialismo humano sobre nuestro propio planeta, sino todo lo contrario. “¿Libertad para qué?”, cuentan que decía Lenin. Esa misma cuestión subyace en The Inhabited Island, como en toda la obra de los Strugatsky.
A pesar de las evidentes influencias del cine de ciencia ficción y espectáculo hollywoodiense, The Inhabited Island, tanto argumental como visualmente, desarrolla motivos típicamente rusos, procedentes de su historia, ética y estética: la retirada rusa de las trincheras durante la I Guerra Mundial, la iconografía y organización de burócratas y nobles del zarismo, la tecnocracia científica, inhumana y deshumanizada del estalinismo, ecos de la Segunda Guerra Mundial -la Gran Guerra Patriótica para los rusos-, los campos de concentración siberianos, la desactivación de minas unipersonales tras la guerra, las células revolucionarias y terroristas manipuladas… Pero, sobre todo, su diferencia con las sagas al estilo Matrix o Star Wars, estriba en su asumida complejidad de fondo y forma, su profundo humanismo, y no menos profunda ambigüedad. Un juego de luces y sombras, alejado del maniqueísmo simplista del cine de ciencia ficción occidental, sin renegar de espectacularidad y sentido de la maravilla.
Si bien The Inhabited Island, con guión de los escritores de ciencia ficción Sergei y Marina Dyachenko, no resultó un éxito de público y taquilla, desde su estreno ruso en el 2009 se ha convertido merecidamente en filme de culto, alabado por Boris Strugatsky, el hermano superviviente, quien ha destacado su notable fidelidad a la novela original, y en mi poco humilde opinión, envidiable ejemplo de creatividad, riesgo y atrevimiento de proporciones épicas dentro de la ciencia ficción y la fantasía cinematográficas actuales.
No son estas las únicas películas rusas inspiradas en la obra de los Strugatsky. Desgraciadamente, no he podido ver The Dead Mountaineer Hotel (“Hukkind Alpinista” hotell. Grigori Kromanov, 1979), ni The Sorcerers (Charodei. Konstantin Bromberg, 1982), con guión de los propios Strugatsky, inspirada en su divertida novela El Lunes Empieza el Sábado (1965), publicada recientemente en España por Nevsky Prospects, y que se ha convertido en todo un clásico de la comedia romántica fantástica del cine ruso moderno. En estos momentos, se anuncia también una nueva versión de Qué Difícil es Ser Dios, con el título de History of the Arkanar Massacre (Istoriya arkanarskoy rezni, 2012), coproducción entre Rusia y la República Checa, cuyo rodaje comenzó en el 2000 para terminar en 2006, estando ahora en periodo de posproducción y pendiente de finalización. Su director –justicia poética- es Aleksei German, maestro de Balabanov… El realizador ruso propuesto por los hermanos Strugatsky en su día para El Poder de un Dios.
Más acá del constante flujo de adaptaciones que la obra de los Strugatsky viene aportando al cine ruso desde los años 70, su importancia es tan insoslayable como benéfica y seminal. Lukyanenko, autor de la serie Guardianes de la Noche y sus secuelas, ha seguido utilizando la figura de los “progresores”, además de otros conceptos strugatskyanos, en varias de sus obras. Dmitry Glukhovsky, creador de la exitosa serie iniciada con Metro 2033 (Timunmas), bautiza stalkers a sus arriesgados ojeadores post-atómicos, que exploran la mutante superficie radiactiva de un mundo en ruinas, desde su escondrijo en el metro de Moscú, último refugio de la humanidad. Todos los autores rusos actuales del género tienen una enorme deuda con los Strugatsky -evidente, por ejemplo, en el film Target (Mishen. Alexander Zeldovich, 2011), con guión del escritor Vladimir Sorokin, claramente influido por Stalker-, pero también todos los escritores, lectores y espectadores amantes del género en el mundo entero –otro ejemplo: M. John Harrison se inspira de nuevo, para su excelente novela Nova Swing (Bibliópolis Fantástica), en Stalker o, mejor dicho, en Picnic Extraterrestre, como admite sin reparo alguno-. La herencia Strugatsky demuestra que Rusia, antes, durante y después de serla Unión Soviética, ha tenido siempre algo mucho mejor que Gagarin o el Sputnik para competir con el aburrido imperialismo occidental, en esa verdadera carrera espacial del espíritu que supone la ciencia ficción: un Alma propia.
Por Jesús Palacios