1. El nacimiento de un nuevo estilo. La Quinta Generación de Pekín.
En 1988 una modesta producción china titulada Sorgo Rojo se alzaba con el Oso de Oro del Festival de Berlín. Ése fue el inicio de todo, del descubrimiento de una cinematografía a la que no habíamos tenido acceso a causa de la cerrazón ideológica de un gobierno opresor y caprichoso, que había supeditado todas las manifestaciones artísticas e intelectuales de su pueblo a sus intereses partidistas, y del nacimiento de una nueva ola de directores (que recibieron el denominativo de “La Quinta Generación de Pekín”) que, educados en el sistema represivo de la Revolución Cultural, se encontraban dispuestos a embarcarse en la configuración de un nuevo panorama artístico que desafiara las convenciones, tanto en el plano político (enfrentándose en muchas ocasiones a la censura a través de historias con un alto contenido metafórico), como en el estrictamente creativo, mediante la modernización de un sistema fílmico nacional que todavía hundía sus raíces en el pretérito. Se amplió la paleta temática mediante relatos que intentaban poner de manifiesto la inconsecuencia de muchas de las tradiciones de carácter castrante sobre las que se habían cimentado las instituciones feudales encargadas de regir la sociedad china desde antiguo, quizás como forma de exorcizar los fantasmas de un pasado demasiado latente en un presente lleno de tensiones, dudas e incertidumbres. Al mismo tiempo también se produjo un cambio en las convenciones estilísticas que regían la composición expresiva de los films, desechando el naturalismo y experimentando de manera decisiva con los recursos de la imagen a través del cromatismo y la plasticidad. El color se convirtió en la base constitutiva de todo un sistema autoreferencial cargado de simbología que, al mismo tiempo, sirvió para introducir al espectador en una perturbadora experiencia profundamente sensitiva y emocional. A esta técnica con la que se pretendía crear estados de ánimo a través de matices y pigmentaciones cromáticas predominantes, se le denominó “plastic expresión” y se encontraba presente en las dos películas fundacionales del movimiento, Tierra Amarilla (Huang Tu Di, 1984) de Chen Kaige y Sorgo Rojo (Hong Gao Liang, 1987) de Zhang Yimou.
Pronto, tanto Chen Kaige como Zhang Yimou, se convirtieron en los estandartes de este nuevo cine chino que se abría paso en occidente sin dificultad, gracias a la aceptación inmediata por parte de la crítica especializada y a su consideración en el seno de los más grandes festivales internacionales. A partir de ese momento, y a pesar de las dificultades impuestas todavía hoy en día por las autoridades, la cinematografía dela China Continental no nos ha abandonado ya, surtiéndonos de una enriquecedora nómina de cineastas que han ido renovando su paisaje fílmico.
2. Tradición, tierra, deseo, muerte.
Sobre estos cuatro ejes bascula parte del tejido generador de conflictos dentro de las primeras películas de Zhang Yimou, Sorgo Rojo, Ju Dou. Semilla de Crisantemo (Ju Dou, 1990) y La Linterna Roja (Da Hong Deng Long Gao Gao Gua, 1991).
La tradición está presente a modo de sustrato en cada uno de los relatos, convirtiéndose en punto de partida y en motor propulsor de los elementos que integran la trama. En los tres filmes se encuentra presente una fuerte carga crítica en torno a la idea de yugo patriarcal dentro de una sociedad represora que supedita el rol femenino a la condición de mero objeto de mercancía. La joven de Sorgo Rojo, Jou Dou y Songlian, tres mujeres jóvenes y fuertes condenadas a sufrir la pérdida de su libertad, víctimas de su propio destino, aquél que las condiciona a vivir esclavas de los intereses de los hombres a los que pertenecen.
En realidad, ¿qué somos las que vivimos aquí? Somos menos que nada. Somos como los perros… como los gatos… o como las ratas. Desde luego no somos personas.
Las heroínas de Zhang Yimou son conscientes de su situación e intentan rebelarse ante ella, aunque no todas lo hacen de la misma manera. Eso sí, el sexo se convierte en la única forma de poder que tienen a su alcance, y la utilizan como arma para liberarse de las ataduras a las que se encuentran sometidas.
En Sorgo Rojo la protagonista se niega a mantener relaciones sexuales con el hombre a la que ha sido vendida mientras que accede a perder la virginidad con uno de los criados de su marido, y Ju Dou se venga de las vejaciones y de las torturas físicas de su impotente esposo encontrando consuelo carnal en su mejor y más fiel empleado. Sin embargo, la Songlian de La Linterna Roja lleva hasta el límite su condición de esclava, de mujer-objeto, ya que entra en el juego de humillación establecido por su amo, al permitir introducirse en las diferentes rivalidades que se establecen entre las demás concubinas por conseguir ser su favorita y alcanzar los privilegios propios de la primera dama de la casa. El peso de la tradición en La Linterna Roja alcanza un grado máximo de representación en la pantalla hasta erigirse en un elemento litúrgico y ceremonial de la puesta en escena. La colocación de los farolillos en las estancias de las diferentes esposas, noche tras noche, provoca una sensación de inmovilidad, de tiempo estancado, de repetición perpetua que se prolonga día a día, año en año, y que se hereda de generación en generación. En Semilla de Crisantemo continúa prevaleciendo las costumbres arraigadas a través de la necesidad de encontrar una hembra fértil que sea capaz de engendrar un varón que continúe con la estirpe familiar, mientras que en Sorgo Rojo la celebración de las costumbres se tiñen con el sabor del folklore popular asociándose a rituales fecundativos vinculados a la tierra y a la cosecha, por lo que su carácter es alegre y festivo.
El peso significativo de estas tradiciones y todo lo que conllevan, tiene su espejo en el espacio escénico en el que se desenvuelven los relatos, de manera, que cada uno de ellos, a pesar de estar configurados de manera muy diferente, se encuentran arrastrados por una fuerza telúrica que en ocasiones sobrepasa los límites de la representación puramente dimensional.
En Sorgo Rojo se siente una libertad salvaje e indómita, una explosión de furia primitiva que comulga con una naturaleza profundamente sensual que acopla sus biorritmos a las pulsiones esenciales de los personajes. En Ju Dou. Semilla de Crisantemo, el escenario se torna opresivo y asfixiante, encerrando a los protagonistas en un clima enfermizo y una atmósfera malsana en la que late el erotismo, el pecado, y se desatan los sentimientos más básicos, deseo, odio y venganza, sublimados hasta convertirse prácticamente en abstracciones.
Si en Ju Dou la tintorería es prácticamente en el único escenario en el que se desarrolla la acción, en La Linterna Roja el elemento claustrofóbico vuelve a cobrar un intenso sentido espacial en la figura de una fortaleza construida a modo de microcosmos viciado en el que se encierra a las mujeres protagonistas y se las convierte en prisioneras, aislándolas a cada una en una celda individual. El director visualiza estos entornos cerrados utilizando una perfecta geometría en la composición del interior del plano. La simetría formal que se genera unida a un juego de distancias focales nos presenta en ocasiones a los personajes enmarcados como si se encontraran recluidos en cajas, como si esas bellas mujeres fueran meros objetos decorativos en las diferentes estancias de una casa de muñecas inerte, vacía, sin vida. Tan sólo en los tejados del castillo las protagonistas se sentirán libres, aunque esa libertad se encuentre siempre asociada con la muerte. Una muerte que, junto a la locura, serán precisamente las dos únicas salidas que les queden a Ju Dou y Songlian para escapar de sus respectivas jaulas y por fin ser libres.
La siguiente obra de Yimou, Qiu Ju. Una Mujer China (Qiu Ju Da Guan Si, 1992), inaugura una nueva senda de trabajo dentro de la trayectoria del director, acercándolo a la realidad de su tiempo. A partir de ese momento comenzará a ensayar historias pequeñas con una fuerte carga de contenido social y humano, cimentadas sobre un elemento casi anecdótico y una finísima línea argumental.
El director hunde sus raíces en la esencialidad y ensaya una nueva fórmula a medio camino entre el documental y el neorrealismo. Su intención: representar con naturalidad las relaciones entre las personas y radiografiar modestas vidas contemporáneas.
Sin duda, Qui Ju. Una Mujer China, es uno de sus mayores logros a nivel creativo, donde podemos percibir la presencia de un director inquieto y en perpetua búsqueda de sí mismo, mutando su estilo para captar la realidad de la manera más verosímil posible e intentando experimentar con un nuevo lenguaje cinematográfico que le permita acceder a la naturaleza básica de acciones y personajes. En este sentido, el encuadre rígido que presidía La Linterna Roja da paso a una flexibilidad de movimientos en la planificación secuencial a través de una cámara que se acopla a la cinética de los seres que pasan por su objetivo. Así, el plano se transforma en un estimulante entorno de libertad y espontaneidad en el que fluye la vida y somos capaces captar la realidad de una manera directa, sin filtros ni trucajes. Para ello Yimou utilizó durante el rodaje escenarios naturales, sonido directo e incluso ocultó las cámaras para evitar que interfirieran en el desarrollo de los acontecimientos captados y tan sólo contó con la presencia de cuatro actores profesionales, entre ellos por supuesto Gong Li, que en esta ocasión cambió su habitual sofisticación estilizada para convertirse en una ruda y tozuda campesina embarazada, que convierte una pelea entre el alcalde y su marido en una cuestión de honor y dignidad moral. Qui Ju moverá cielo y tierra con tal de conseguir, a través de las instituciones, una sentencia que intente resarcirla de lo que ella ha considerado una humillación hacia su familia. Yimou, a través de esta historia, realiza una de sus más agudas reflexiones en torno a la cerrazón mental y cultural que ha sufrido su pueblo, durante muchos años enfrentado a una encrucijada de valores arcaicos mal entendidos que ha desembocado en su nula capacidad para adaptarse a los nuevos mecanismos con los que se rigen las sociedades modernas.
El director volverá a repetir este mismo esquema en la configuración de alguna de sus películas posteriores como Ni Uno Menos (Yi Ge Dou Bu Neng Shao, 1999) o Riding Alone of Thousand of Miles (Qian Li Zou Dan Gi, 2005), pero sin alcanzar la perfecta definición en el trazo que consiguió en Qui Ju. Obras de itinerario, de indagación tanto externa como interna, estos dos films ven empañado su alcance por culpa de un molesto sentimentalismo lacrimógeno con el que Yimou reviste su sustrato emocional, impidiendo que sus respectivos mensajes nos arrastren a través de la fuerza significativa que indudablemente contienen en su interior.
4. Variaciones estilísticas, mutaciones genéricas
Si algo ha caracterizado la trayectoria de Zhang Yimou es su capacidad para mutar y adaptarse sin aparente dificultad a cualquier tipo de estilo. En muchas ocasiones el director ha manifestado expresamente la necesidad de reformularse a sí mismo, de ensayar nuevos géneros y trabajar con diferentes registros. Por eso, no es difícil encontrar películas en las que el director radicaliza su discurso junto a otras muestras en las que se deja llevar por patrones mucho más convencionales.
En 1994, justo en la cima de su fertilidad artística, Yimou se embarca en el proyecto más ambicioso de su carrera, ¡Vivir! (Huozhe), un impresionante retablo histórico-fílmico configurado a modo de película-río en el que asistimos a la evolución de la sociedad china durante tres décadas a través de la mirada de una familia corriente que ha de adaptarse a las duras y contradictorias circunstancias políticas del momento que les ha tocado vivir, aprendiendo a subsistir con la mayor dignidad posible. El propio director reconoce que es su película más personal ya que en ella pudo adoptar un tono autobiográfico para narrar acontecimientos que le tocaron muy de cerca y que marcaron definitivamente su adolescencia condicionándolo como persona: “Hay un montón de historias detrás de la Revolución Cultural que están esperando ser contadas, no historias políticas, sino historias sobre la vida y la naturaleza humana”. Con ¡Vivir!, Yimou alcanza definitivamente la cima de su oficio.
Con su siguiente película inicia una etapa de transición en la que el director se muestra inseguro de hacia dónde puede encaminar sus pasos dentro de un mercado cada vez más exigente que no se conforma con productos de qualite autoral. Quizás por eso experimenta una nueva fórmula, la del drama gangsteril de época en La Joya de Shanghai (Yao a Yao Yao Dao Waipo Giao, 1995). Con ella, el director se introduce en los bajos fondos de la ciudad de Shanghai durante los años treinta a través de la mirada inocente de un niño (otra vez el punto de vista voayerístico presente en parte de su obra) que accede a las claves de un mundo secreto y peligroso, siendo a la vez testigo silencioso del derrumbe moral de unos personajes atrapados en un engranaje de corrupción, poder, envidias y venganzas. La Joya de Shanghai, a pesar de ser una de las películas más incomprendidas del director, es quizás una de las más valientes tanto estilística como narrativamente. Dividida en dos partes antitéticas, el film nos conduce desde los ambientes viciados de los clubs nocturnos, en los que reina la frivolidad y la descomposición moral, hasta la pureza de un entorno natural incontaminado, principal detonante de que los personajes, al verse despojados de todo el aparato de lujos que los envolvían, tomen conciencia de su verdadera condición y de su destino. Un fragmento recorrido por una audaz fuerza introspectiva de alto poder sugeridor.
Con este film, Zhang Yimou terminó su colaboración con la que hasta el momento había sido su musa cinematográfica y compañera sentimental, Gong Li. Muchos creyeron entrever un período de crisis creativa en el cineasta y quizás, por eso, Yimou contraatacó con un ejercicio de radicalidad fuera de toda norma, imprevisible, escurridizo y eminentemente catártico. Con la cámara en mano, a medio camino entre el dogma de Lars Von Trier (tan de moda en aquellos años) y la frescura arty del primer Wong Kar-Wai, en Keep Cool. Mantén la Calma (You Kua Hao Hao Shuo, 1997), Zhang Yimou se zambulle en una estimulante investigación formal de ruptura de barreras, acercándose a la impostura posmoderna a través de un relato urbano acerca del desconcierto y la desorientación que rigen en el seno de las sociedades contemporáneas. El mundo está en crisis, la realidad se descompone a nuestro alrededor y se nos muestra fragmentada, estamos perdidos en medio de una histeria colectiva que nos hace perder la perspectiva. Así es Keep Cool, crispada, irracional y desencantada, pero sobre todo, muy valiente. Una valentía que precisamente se perdería a partir de su siguiente film El Camino a Casa (Wo de Fu Gin Mu Gin, 1999), en el que el director dulcifica y serena su mirada, hasta tal punto, que cae en la autocomplacencia y en el acaramelamiento insustancial. El tono naïf y amable se perpetuó en Happy Times (Xingfu Shiguang, 2000) otro film menor que hacía pensar en el declive creativo del director.
Pero Zhang Yimou estaba nuevamente a punto de sorprendernos.
En el año 2000, Ang Lee con su Tigre y Dragón (Wo Hu Cang Long, 2000), desempolva con acierto uno de los géneros chinos más importantes de su historia tradicional, el wuxia-pian (películas de espadachines y artes marciales), y consigue un éxito mundial sin precedentes. En ese resurgimiento ve Zhang Yimou la posibilidad de practicar un nuevo estilo que le permita acceder a las grandes audiencias manteniendo un elevado nivel de autoexigencia artística. La sorpresa fue máxima cuando nos enteramos de que Yimou se encontraba embarcado en una superproducción interpretada por un nutrido plantel de estrellas de Hong Kong de la talla de Jet Li, Tony Leung Chiu-wai, Maggie Cheung o Donnie Yen.
Una vez, Yimou declaró que no se debería permitir que la economía lo dominara todo y que la cultura se encontrara supeditada a los intereses comerciales: “El cine comercial y vulgar domina nuestras pantallas. Los directores que una vez se hubieran sentido avergonzados de hacer tales películas, en la actualidad se sienten orgullosos de que éstas lleven sus nombres”. Estas declaraciones extraídas durante la promoción de El Camino a Casa, sin duda, se volvieron contra el cineasta, que unos años más tarde claudicaría con Hero (Ying Xiong, 2002) ante la tentación populista de realizar cine de consumo. Eso sí, no se le puede reprochar que cayera en la vulgaridad. Sus últimas películas son, sobre todo y ante todo, experiencias estéticas de una belleza visual arrebatadora en las que se reinventan las leyes orgánicas y sensitivas para alcanzar la máxima estilización que se puede extraer del lenguaje cinematográfico. Sin embargo, la sombra de la duda sigue persiguiendo a Yimou: ¿hasta dónde puede llegar el poder de seducción de las imágenes?
Muchas las de escenas de Hero son capaces de despertar, tan sólo a través de su composición, emociones auténticas. Pero se trata de fugaces parpadeos de perfección sin continuidad cohesiva. Hero, más allá de hazañas coreográficas y escenográficas y de su deslumbrante fotografía a cargo de Christopher Doyle, es un film demasiado rígido al que le falta alma. Fue precisamente este aspecto el que el director intentó subsanar en su siguiente trabajo, La Casa de las Dagas Voladoras (Shi Mian Mai Fu, 2004), en el que la historia de amor de los personajes se erige como verdadero núcleo significativo consiguiendo que exista una mayor coherencia narrativa y dramática. Las conspiraciones, las acrobacias, las escenas de lucha, la plasticidad cromática, no son más que un precioso envoltorio que recubre un romántico relato acerca de la pasión y sus consecuencias, en un mundo enfrentado en el que parece no existir la posibilidad de que los personajes sean libres para ejercer su propia voluntad. Zhang Ziyi y Takeshi Kaneshiro intentan escapar de esas imposiciones, y para ello corren, huyen durante la mayor parte del film, a pesar de que encontrarse aprisionados en el interior de la pantalla, dentro de las rejas que conforman la verticalidad de los troncos de bambú. Un cine que se encuentra en una nueva encrucijada, tras la realización de La Maldición de la Flor Dorada (Man Cheng Ji Dai Huang Jin Jia, 2006), que incide en el aspecto ornamental de la puesta en escena, esta vez sublimada a unos niveles de barroquismo y ampulosidad que la constriñen y ahogan en un corsé de retórica visual igual de apretado que el que luce la propia Gong Li.
En los últimos años, la creatividad de Zhang Yimou ha abarcado nuevos campos. En diciembre de 2006 dirigió a Plácido Domingo en el estreno mundial de la ópera “The First Emperor”, del compositor Tan Dun, en el Teatro Metropolitano de la Ópera de Nueva York. Además de convertirse en el estandarte de los JJ.OO de Beijing, como primer director de las ceremonias de inauguración y clausura de la 29ª edición de los Juegos Olímpicos de 2008 celebrados en Pekín.
Una vez más, Yimou vuelve a sorprendernos, y lo hace adaptando la ópera primera de los hermanos Coen. El mismo director explicaba los motivos que le habían llevado a rodar la película: “Me gustan todas las películas de los hermanos Coen. Hace unos 20 años, en un festival de cine, vi su primera película, Sangre Fácil, y me impresionó mucho. Siempre me acordé de esta película a pesar de no volver a verla. Un día me vino una idea: ¿Y si convertía Sangre Fácil en una historia china? Así empezó a cobrar forma Una Mujer, una Pistola, y una Tienda de fideos Chinos”. Yimou recrea la infidelidad deslocalizando la historia original en un puesto de fideos chinos del siglo XVII, lo que la convierte en un producto algo naif pero respetando el peculiar sentido del humor negro de los Coen. Una aventura ecléctica que sólo puede entenderse fruto de esa globalización bien defendida por un cineasta que en la última década nos ha sorprendido por su ingeniosa sofisticación referencial y su clara adhesión al cine comercial más refinado. En Una Mujer, una Pistola, y una Tienda de fideos Chinos, Yimou nos enseña rápidamente las cartas. La primera secuencia es de una sencillez aplastante, pero digna de ser enseñada en una escuela de cine. Por colorido, por los diálogos, por el humor. Y a partir de ahí la comedia no abandonará la sala… , como si se tratara de un juego de puertas que se abren y se cierran, todo funciona con una precisión endiablada… hasta el último tercio de la cinta, previa a la resolución de la historia, donde el humor deja paso a la tragedia, cuando los personajes irán encontrando su retorcido destino, y las puertas que han ido abriéndose y cerrándose, acabarán por cerrarse en un antológico final de fiesta.
Mientras China se preparaba para albergar los JJ.OO, Yimou vuelve la mirada a la Revolución Cultural. Auque a diferencia de sus primeras obras, no sea la crítica social, la denuncia, ni tan siquiera el retrato de una época, lo que persiga. Basada en la novela del mismo título del aclamado autor Ai Mi, de la que se han vendido tres millones de ejemplares desde su publicación en 2007, Zhang Yimou dirige Amor Bajo el Espino Blanco, una historia de amor que acontece en un momento trágico de la historia de China. El realizador comenta que quiso rodarla porque en la historia original, el amor y la expresión de ese amor le conmovieron. Se dijo a sí mismo que no era el momento de mostrar las heridas que muchos sufrieron entonces: el dolor está y permanecerá entre ellos. Quiso hablar del amor, y darle forma en imágenes.
A principios de 2012, Zhang Yimou se paseó por la alfombra roja del Berlin Palast para presentarnos su última producción hasta el momento, compartiendo cartel con los actores Christian Bale y Tong Dawei, además de parte de las flores a las que da título su última película, Ni Ni y la inocente Zhang Doudou. Las flores de la guerra es el retrato que hace Yimou de la masacre de Nanking. Si con Ciudad de Vida y Muerte, Lu Chuan (Kekexili, 2004) se había acercado al mismo incidente humanizando al invasor, introduciendo en el film el punto de vista de los japoneses y convirtiendo a uno de ellos en un héroe, Zhang Yimou ha optado por enfrentarse a la historia como Spielberg hiciera con La Lista de Shindler, enfocando el asunto de forma monocanal. ¿Discutible? Puede ser. Pero lo que juzgamos aquí es su película, de igual manera que cuando veíamos La Diligencia de John Ford hablábamos de los planos, de los encuadres, y no de lo malos que eran los indios.
Con un inicio que bebe de referentes del cine bélico (Salvar al Soldado Ryan, Aftershock o Taegugki), con una encomiable planificación y ejecutando con mano maestra la acción, Zhang Yimou abandona las calles de Nanking para refugiar a sus protagonistas en una iglesia en la que Christian Bale ejercerá junto a un grupo de prostitutas, del Schindler mandarín para las jóvenes estudiantes que forman el coro. Es quizá el actor británico, piedra angular para la distribución internacional de la película, la pieza más frágil del conjunto. Un personaje fallido en su construcción (del negro al blanco hay una gran gama de grises), que a pesar de ofrecer una interpretación correcta, difícilmente se hace creíble para el espectador. Aun y así Las flores de la guerra es una película recomendable. Y lo que es mejor, Yimou no nos engaña. El director chino es un camaleón. A pesar de disfrazarse de prestidigitador y ofrecernos un gran espectáculo, la película está viva en los pequeños detalles: en la mirada de una niña que a través de la cristalera de una iglesia, descubre la tristeza y crueldad de la guerra… Como hacía en sus pequeñas películas hace años… cuando la escolar perdida, regresaba a clase.
Tras una etapa de lo más prolífica en su (habitualmente activa) carrera, con estrenos de largometrajes anuales e incluso la dirección de ceremonias de Juegos Olímpicos, Zhang Yimou se tomó tres años para preparar su ya penúltimo film (The Great Wall, su última cinta está a la vuelta de la esquina), un delicado drama intimista que no ha requerido un gran despliegue de medios –a pesar de ambientarse en la China de los años 70–, pero tal vez sí un esfuerzo de constricción por parte de un cineasta de quien parece que ya solo podemos recordar sus grandilocuentes (y brillantes) epopeyas históricas con artes marciales. Coming Home (Regreso a casa) nos devuelve al otro Zhang, al que proyecta una mirada propia sobre la realidad, aunque no llegue a la altura de sus mejores logros.
Artículo extraído del reportaje publicado en la revista CineAsia Vol.16: “El cine de Zhang Yimou”.