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Yoji Yamada: el buen samaritano

11/05/2012

Hace poco más de diez años que el nombre de Yoji Yamada era sólo conocido por cuatro gatos entusiastas de la cinematografía nipona, pero a consecuencia del estreno en selectas salas de cintas como El Ocaso del Samurai o The Hidden Blade, este cineasta bondadoso del que nadie nunca ha gozado cuestionarle sus métodos de trabajo, se ha hecho un hueco entre la cinefilia española. Ahora vuelve a la palestra con Love & Honor que llega a las carteleras de España a finales de este mes de Marzo. Pero no toda su obra termina en estas recreaciones del pasado feudal japonés, sino que este buen samaritano, creador del entrañable Tora-san, ha realizado otras tantas películas de enorme trascendencia histórica que han servido para reescribir el cine de su país.

El clásico samaritano

Quedan muy pocos cineastas japoneses a los que podríamos denominar como clásicos. Yamada podríamos llamarlo como tal si no fuese porque en la época en que se inició como cineasta, realizadores tan sobrevalorados hoy en día como Akira Kurosawa o Yasujiro Ozu, empezaron a despuntar en Occidente. Pero lo suyo es el puro clasicismo cinematográfico, amparado por una pulcra formalidad extraída del gendai geki eiga de posguerra, como bien exhibe en Kabei (Nuestra Madre). Ese cine que relataba el día a día de los conciudadanos japoneses es el que mejor domina Yamada: esos planos alargados mostrando la vida rutinaria de aquellos ciudadanos resignados a su felicidad prefabricada, dedicados a trabajar para mantener a sus familias, pero siempre con una sonrisa en la boca, son los que mejor resumen el engranaje de sus gendai geki. En cierto modo, esta dinámica filmada de forma acompasada es la misma que utilizaba el humanista Yasujiro Ozu en sus películas, cuyos argumentos y escenarios parecían reciclarse de producción en producción, pero que le servían perfectamente para desarrollar sus propuestas entorno a las relaciones paterno-filiales. Yamada no sigue los métodos excéntricos impuestos por Ozu, ni tampoco su estilo (es decir, planos estáticos y rodados a ras de suelo con algún leve plano secuencia entrecortado), sino que impone otra manera de rodar y de desarrollar sus historias. La familia tampoco constituye el núcleo temático de sus filmes, mostrándose más interesado en recrear los momentos joviales de las personas. Yamada también muestra los pulmones de las grandes ciudades japonesas: esa plebe obstruida por la pujanza económica de un Japón que había perdido el miedo al fracaso personal, y en el que sus proletariados veían con un falso optimismo su futuro. Y ese optimismo lo plasma perfectamente en sus películas: los personajes tienden a ser apacibles, y eso hace que sus filmes nos dejen un buen sabor de boca, ya que consiguen serenar nuestras mentes. En cierto modo, su cine podría emparentarse perfectamente con el de Mikio Naruse: ambos realizan cine costumbrista, pero utilizando métodos de trabajo muy equidistantes entre sí (Yamada respetaba a sus actores, y Naruse no). Tampoco filmaban de la misma manera, pero los dos seguían a raja tabla ese academicismo que veía peligrar su existencia, a consecuencia de los turbulentos años que se acercaban para la industria del cine japonés. Y es que Yamada empezó en la Shochiku en 1954 como ayudante de dirección, justo después de licenciarse en la Universidad de Tokio. Tuvieron que pasar hasta siete años para que le dejaran dirigir su primer film: Nikai no Tanin. A continuación, siguió los pasos de tantos otros cineastas afiliados a la Shochiku: entró en el estudio Ofuna y se especializó en comedias del tipo Baka Marudashi (1964) o Natsukashi Furaibo (1966). Yamada asentó las bases de este tipo de comedias populares, repletas de personajes humanistas y que simplemente pretendían entretener mostrando la felicidad de los demás. Él quería que esa felicidad que mostraba en pantalla llegara a contagiar al espectador, y realmente así fue. Hay que pensar que Japón estuvo sumido en una larga posguerra, asediada en todo momento por las fuerzas de ocupación estadounidenses, con lo cual, esas historias ligeras que filmaba Yamada eran un digno entretenimiento para las generaciones anteriores que tan mal lo habían pasado en la Segunda Guerra Mundial (ya fueran niños o excombatientes). Esas primeras óperas primas de Yamada (tal vez las más desconocidas para el espectador occidental) tuvieron aceptación entre un público variado. Por ende, su cine se fue extendiendo, y si ha sobrevivido al paso del tiempo ha sido gracias al soporte incondicional de jubilados y hombres de mediana edad que, por perfil generacional, fueron los descubridores del Yamada primerizo. Sin duda alguna, esos primeros años sirvieron para marcar las bases de su cine, acomodando posiciones en la industria cinematográfica nipona para que generaciones posteriores pudiesen nutrirse de sus historias, de la misma manera que lo habían hecho esos aldeanos de poblaciones remotas que contemplaban sus primeros filmes con entusiasmo y felicidad.

Pero se acercaban los 70, y con ellos, una fuerte crisis en el sector, acrecentada por la implantación masiva del televisor. Él, Yamada, no plantó cara a las majors, como sí hicieron Nagisa Oshima o Shohei Imamura; él se limitó a idear la saga de Tora-san, que reportaría grandes beneficios económicos a la Shochiku, dejó que la “nueva ola” hiciera de las suyas y siguió sus postulados: rodar a la manera clásica. Un método de trabajo que ha permanecido intacto hasta sus más recientes producciones, como si ese cine que tanto aprecian ciertos aficionados al cine clásico japonés no hubiese pasado de moda (el mismo que Takeshi Kitano critica en Kantoku Banzai, burlándose cariñosamente de realizadores como Yazujiro Ozu). Por este motivo, el cine de Yamada se beneficia de una falta de modernidad, que le permite así seguir promoviendo una manera de rodar que ya no se usa en la actualidad. Ese cine que parece anquilosarse en una bobina mal cambiada o en un fotograma mal ensamblado es el que parece marcar la dinámica de sus filmes, de la misma manera que lo marcan las célebres películas de Keisuke Kinoshita. Y es que en el fondo, todo está inventado, y el academicismo clásico es como es. Seguramente, en los tiempos que corren, saber distinguir en un simple visionado entre una obra de Yoji Yamada, una película de Kinoshita de perenne duración y una copia restaurada de alguna producción de Hiroshi Shimizu (el primero en promover la destrucción de la estructura lineal), parece tarea imposible. Todo queda reducido al academicismo, al obsoleto blanco y negro (suerte que Yamada directamente rodó en color), y al gusto del consumidor. Y de entrada, el consumidor de cine japonés de nuestro país solamente conoce al bueno de Tora-san. Natural y comprensible, ya que este imprescindible director ha sido ignorado por las distribuidoras a nivel mundial. Por esta razón, vamos a remarcar algunas de sus películas más emblemáticas fuera del serial de Tora-san: dos de las mejores producciones que siguen esa línea costumbrista del gendai geki son Kazoku (1970) y Kokyo (1972), de temáticas similares, ya que mediante la ejemplificación de dos familias obreras, nos enseña ese crecimiento industrial que experimentó Japón a finales de los 70. Difíciles de ver si no es a través del dvd importado, pero no estaría de más que alguna Filmoteca española apostará por Yamada alguna vez, o al menos por esos filmes que fueron recompensados por la Academia Japonesa: la hasta ahora desconocida El Pañuelo Amarillo de la Felicidad (1977); la extraordinaria Musuko (1991), que no deja de ser un relato de amor en la más rica tradición de las renai eiga (películas románticas); Gakko (A Class To Remember, 1993), increíble relato sobre las conversaciones que mantiene un profesor con sus estudiantes de un instituto público nocturno (que a nadie se le pase por la cabeza encontrar en ella las revolucionarias palabras de Robin Williams en El Club de los Poetas Muertos); y El Ocaso del Samurai, que pudimos degustar hace tres temporadas. Obviamente, tampoco podemos olvidarnos de Kinema no Tenchi (1986), imprescindible película donde las haya producida por la Shochiku, para rememorar el cincuenta aniversario del legendario estudio Ofuna supervisada por Tsuruo Iwama, uno de los máximos patrones de la compañía, que se empeñó en crear esa línea de edulcoradas películas en las que trabajó durante un breve período de tiempo Yamada, y que han pasado a denominarse “melodramas Ofuna” (aunque yo las llamaría “comedias Ofuna” porque ahora resultan un tanto autoparódicas). También fue el guionista de Tsuri Baka Nisshi, una alargada serie de comedias sobre pesca basadas en un manga de los 80 de Juso Yamazaki y Kenichi Kitami, y por el que Yamada parece tener cierta admiración (aunque nunca se haya atrevido a dirigir ninguna). Así pues, tenemos en nuestras manos redescubrir el cine que ha realizado un hombre sencillo, que no pretendía renovar demasiado la industria cinematográfica de su país, pero que inconscientemente la remodeló de pies a cabeza. Ahora, sólo falta que no se le etiquete más en el género del jidai geki, que se ganó a pulso gracias a la mencionada El Ocaso del Samurai y The Hidden Blade.

Jidai Geki vs Gendai Geki

El Ocaso del Samurai, The Hidden Blade y Love & Honor configuran una trilogía jidai geki muy sólida, un cine de samuráis majestuoso, que le ha servido para que le otorguen el distintivo del nuevo maestro del cine de época contemporáneo (valga la contradicción). Las pequeñas e intensas batallas que se suceden en estas películas pueden recordar a esos chambaras tan bien facturados por realizadores como Hideo Gosha o Kihachi Okamoto. Pero tal vez, esos pocos minutos de choques con espadas que configuran esas breves secuencias de acción, nos recuerden más a los momentos álgidos de los filmes de samuráis que dirigió Akira Kurosawa (siempre salvando distancias). Incluso el ritmo de esta trilogía difiere con los modernos chambaras (exceptuando La Espada del Samurai), más preocupados en tecnificar el término con el uso de efectos especiales y la reubicación de esos parajes feudales en ambientes urbanos (la posmodernización a la orden del día). Incluso, si cogemos una producción reciente como Hana (Hirokazu Koreeda, 2006), veremos que para nada contempla ese clasicismo genérico: en muchos chambaras (incluídos los de Yamada), la manera de vivir del samurai entronca con la filosofía del bushido, mientras que en la reciente producción de Koreeda, el samurai parece más buscar aislarse de todo ese mundo de guerreros nobles, como si intentará cargarse ese estamento al que pertenece. Yendo al grano: los samuráis de las películas de Yamada se sienten muy orgullosos de pertenecer a este estamento, lo que no significa que no puedan cuestionarlo. Así pues, podemos afirmar que esta trilogía contiene el alma de Kurosawa, una continuidad en su manera de rodar con el estilo propio de un cineasta que aparentemente nadie relacionaría con el gendai geki. Y es que como hemos visto, hasta que no empezó a rodar El Ocaso del Samurai, poca jidai geki había rodado (por no decir ninguna). Recordemos que lo suyo eran las historias contemporáneas ciertamente humanistas, cuyo espíritu ha trasladado a esta trilogía tan bien definida y que sirve de excusa para apreciarla en toda su magnitud: mientras que en El Ocaso del Samurai, un guerrero de bajo rango vive más preocupado por proteger a su familia, que no por desenvainar su katana (ansiando casarse con su amor platónico), en The Hidden Blade, un samurai (también enamorado) intenta frenar una conspiración que han perpetrado contra él, evitando cualquier acto que promueva la violencia, a la que recurre si no hay más remedio. Una película como Love & Honor servirá para demostrar la valentía de un maestro para afrontar un género en el que se mueve como pez en el agua. Yamada nos sugiere con esta trilogía que el pasado feudal japonés forma parte de la idiosincrasia del pueblo japonés, y como tal, hemos de respetarlo. A la espera de que llegue Kabei (ver premiere en este número) a nuestro país, disfrutemos pues de este cineasta tan completo, que sabe rodar esos dos géneros madres de la cinematografía nipona, y que en sí, definen todo el cine realizado en Japón.

El fenómeno Tora-San

No se puede ser aficionado al cine japonés si no se conoce la figura de Tora-san. A cualquier japonés que roce los 40 años y se le pregunte por este caballeroso personaje sabrá responderte con una mirada nostálgica. Pero… ¿quién es Tora-san? ¿Qué lo hace tan especial? Tora-San es el apelativo de Torajiro Kuruma, un solitario personaje surgido del viejo Yamada, que se dedicaba a la venta ambulante con su fiel maletín y su desgastado sombrero. Este entrañable personaje fue encarnado hasta su muerte por Kiyoshi Atsumi, que con su cara de pan, supo darle un aire especial que rápidamente se apoderó de todos los corazones de los japoneses. Tora-san apareció por primera vez en 1969 en Otoko wa Tsurai Yo, que podría traducirse como “es duro ser un hombre”, y dado su éxito, al cabo de pocos meses rodó la secuela Zoku Otoko wa Tsurai Yo. El inicio de esta saga fue la salida económica para la Shochiku, que había experimentado un declive en taquilla a consecuencia de la televisión y de la fuerte competencia del sector (la Toei se inventó las pinky violence y la Daiei había iniciado la saga Zatoichi). En un abrir y cerrar de ojos, las películas que precedieron se conocían por el nombre del personaje, más un titular que indicaba en qué líos se metía el bueno de Tora-san. De hecho, los argumentos que conformaban cada película de esta longeva saga (48 en total, de las cuales Yamada se encargó de 46), seguía la misma estructura básica: Torajiro llegaba a algún lugar para ofrecer sus servicios, viéndose envuelto en algún pequeño lío, que terminaba con algún romance de por medio. Y es que eso sí que lo tenía Tora-san: ¡se ligaba a toda pueblerina que se le cruzase! Era un romántico empedernido, con su sonrisa de oreja a oreja (típica mueca de Kiyoshi Atsumi). Por este motivo, estos films fueron tan populares entre el sexo femenino. De hecho, la interpretación que ofrecía Kiyoshi Atsumi parecía salida de una típica ninkyo eiga, es decir, esas películas caballerescas protagonizados por yakuzas que se debatían entre el amor hacia su dama y los principios de su clan. Este subgénero del yakuza eiga se llegó a emparentar con ciertas producciones de Tora-san. En realidad, toda la saga siempre se debatió entre la comedia y un buen shomin-geki eiga (que podría definirse como drama sobre gente común), es decir, producciones que relataban las vidas de las clases humildes (para que nos entendamos, costumbrismo a la japonesa, que tan bien filmó Yamada en posterioridad). Y es que Torajiro procedía de Shibamata (perteneciente a  Katsushika, uno de los últimos barrios o ciudades anexadas a Tokio), un lugar marcado por la humildad de sus habitantes y donde residía parte de su familia. Precisamente, es en Shibamata donde se ubica el Museo oficial de Tora-san, peregrinaje para los amantes del cine japonés y seguidores del personaje. La estación de Shibamata ya es un claro indicativo de dónde estamos, pues una figura de Tora-san nos espera para darnos una cálida recepción. Ésa es la sensación que transmiten sus producciones al visionarlas: una extraña calidez que nos conduce a un sentimiento nostálgico por ese cine popular tan respetuoso con sus espectadores. Lástima que Tora-san murió en 1995 con Kyoshi Atsumi. Quedémonos pues con el séptimo film de la saga: Tora-san, the Good Samaritan, cuyo título refleja lo que de verdad significa este personaje (y el propio Yamada) para el público japonés.

El Pañuelo Amarillo de la Felicidad

Con más de 25 premios a sus espaldas (entre ellos varios otorgados por la Academia Japonesa y la prestigiosa revista de cine nacional Kinema Junpo), esta sencilla pero emocionante comedia estructurada en tres personajes, se ha convertido en unas de las más preciadas joyas cinematográficas de Yamada. Rodada entre pausa y pausa de la comentada saga de Tora-san (concretamente entre su décimo-novena y vigésima aventura), para muchos era un film inédito difícil de adquirir, siendo conocida por The Yellow Handkerchief (Shiawase no Kiiroi Hankachi en su denominación original). Es una lástima que hayan tardado tanto en distribuir un film que conjuga magistralmente los arquetipos de la comedia más banal con los mecanismos típicos de un melodrama o de incluso una road movie. Viendo su argumento lo entenderéis fácilmente: dos jóvenes que acaban de enamorarse conocen a un pacífico hombre (Ken Takakura) que, de entrada, ignoran que ha salido de la cárcel y busca desesperadamente volver con su mujer. El trío iniciará un viaje en un coche destartalado por los fríos parajes de Hokkaido al compás de viejas canciones pop, con el objetivo de conocerse mejor. Rumbo sin fin por varias carreteras secundarias, se verán envueltos en mil y una situaciones cómicas. Solamente esas frías madrugadas en posadas tradicionales con cierto encanto a la japonesa, servirán para desentrañar la tosca y fría actitud de Ken Takakura. Lo mejor sin duda del film es precisamente la sobria interpretación que afronta Takakura (recompensado por la Academia Japonesa como mejor actor), sobretodo en el momento en que les relata su feliz vida al lado de su mujer y las terribles consecuencias que le condujeron a la prisión. Takakura parece haberse retractado explicando su historia, y sus sentimientos a flor de piel quedan perfectamente reflejados en su rostro, fatigado por tanto dolor reprimido. Lo dicho, una maravilla que a simple vista puede resultar la típica comedia tonta japonesa, pero que a medida que avanza su ajustado metraje (103 minutos), nos da a entender que estamos ante una obra monumental más allá de las carcajadas producidas por secuencias que podrían introducirse en cualquier producción cómica británica. Sencillamente, El Pañuelo Amarillo de la Felicidad es una buena muestra de cómo Yamada perfila su cine para hacer feliz al espectador.

Para complementar el artículo: Kabei (Nuestra Madre)

Por nuestro colaborador Eduard Terrades Vicens (artículo publicado en el Vol.22 de la revista CineAsia)

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