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Road to de Salón del Cómic. A Bittersweet Life (Corea, 2005)

08/04/2013

Jeong-min,  Jin Ku,  Shin Min-a,  Roe-ha Kim,  Yeong-cheol Kim Género: Thriller Duración: 120 min. Distribuida: A Contracorriente Films (DVD y Bluray)

En 2005, año del estreno de A Bittersweet Life, el cine surcoreano vivía un momento álgido. Sus cifras de recaudación en el mercado doméstico iban a ser las mejores de la historia (y hasta ahora sólo han sido superadas por las del año siguiente y, tal vez, por las de 2012), a la par que su presencia y prestigio internacional aumentaban gracias a la avidez de los mercados asiáticos (especialmente el japonés) y a los premios recibidos durante los años precedentes en festivales de prestigio. Los llamados “blockbusters de calidad” así como la insobornable labor de francotiradores como Hong Sang-soo o Kim Ki-duk explican en buena medida este fenómeno, y de hecho ambas tendencias (una en cada extremo del rico espectro fílmico del país) dominan el discurso cinematográfico coreano del momento. Sin embargo, en 2005 se está consolidando también una tercera vía alternativa que, a la postre, se revelará como la más influyente, no sólo dentro del cine de Corea sino incluso más allá de sus fronteras. Se trata de aquella encarnada por nombres como los de Park Chan-wook o Bong Joon-ho, quienes realizan películas que son populares y de autor a un tiempo, a pesar de lo paradójico, pues construyen universos personales a través de una mirada original y, con frecuencia, transgresora (aunque no exenta de adhesión) hacia los esquemas del cine más comercial. Cinéfilos de pro, educados en el gusto por el género (en especial, el fantástico, la intriga y la acción), no pretenden desmitificarlo ni deconstruirlo, pero sí actualizarlo, fusionarlo, enriquecerlo y/o radicalizarlo, sin dejar por ello de emplearlo como acicate de sus historias, haciéndolas, de paso, más atractivas para el público. Tras la Palma de Oro concedida en Cannes a OldBoy (2003) de Park, premiada por un atrevimiento formal que inauguraba vías de expresión, este “nuevo cine coreano” saltó a la palestra.

Kim Jee-woon forma parte de la mencionada tendencia, en la que tal vez representa una vertiente más lúdica. Como sus otros compañeros, Kim se ha mostrado ecléctico a la hora de seleccionar proyectos. Tras debutar con dos comedias negras (The Quiet Family y The Foul King) pone a prueba sus aptitudes en los géneros del terror (2 Hermanas, el segmento “Memories” de Three), el thriller (A Bittersweet Life, Encontré al Diablo), la aventura mezclada con el western (El Bueno, el Malo y el Raro), la ciencia ficción (Doomsday Book) y el actioner (El Último Desafío, rodada en Hollywood). Su promiscuidad genérica no le ha hecho menos reconocible, al contrario, ha reforzado su personalidad en base a una concepción de la firma artística basada no en los lugares comunes sino en el (buen) oficio y la frescura, en el packaging antes que en los temas. Es decir, son la brillantez del estilo y la narración, la mirada oblicua hacia el cliché y el mismo concepto (materializado) de entretenimiento de autor, antes referido, los que caracterizan a su obra. Ello no quita que podamos encontrar en las historias (todas escritas por él, excepto la de Encontré al Diablo[1]) personajes, situaciones o implicaciones recurrentes, pero éstas siempre son, una vez puestas en imágenes, únicas en su especie.

A Bittersweet Life, cuarto largometraje de Kim, es un thriller gangsteril protagonizado por Sun-woo (Lee Byung-hun), un matón extremadamente habilidoso y resolutivo, pero hastiado del trabajo sucio que conlleva su trabajo y deseoso de una vida más tranquila y normal. Un (mal) día, su jefe (Kim Yeong-cheol) (casi un padre para él) le encarga vigilar a su joven amante (Shin Min-a) mientras se halla de viaje, y en caso de que descubra que le es infiel, matarla. Mejor no revelar más elementos argumentales, si bien el desarrollo general de la trama es bastante previsible. Kim recurre a varios tópicos (héroe torturado, relación redentora, dilema entre deber y ética, conflicto de lealtad, venganza) de un género con el que no se encuentra comprometido, y su tratamiento de los mismos no está motivado por el deseo de trasgresión (tan caro al cine surcoreano contemporáneo) sino por el de sublimación a través de la forma. El estilo sofisticado no sólo responde a las expectativas del hallyu (nombre por el que se conoce el furor despertado por la cultura popular coreana de la última década fuera de sus fronteras, y de la que Lee Byung-hun –aquí bien guapo con sus trajes a medida– es un buen representante), también busca ejercer de contraste con la brutalidad perpetrada por los personajes, redimensionándola para, en ocasiones (como en esa batalla campal a golpe de ladrillo acompañada por el ritmo alegre de una guitarra española), convertirla en un espectáculo (cercano a una danza coreografiada) bonito de ver; otras veces (en las que se revientan partes del cuerpo humano), lo que se quiere es pillarnos por sorpresa, aumentando el impacto.

La propuesta de A Bittersweet Life nos remite, a estas alturas, al Drive de Nicolas Winding Refn (de la que, por supuesto, es anterior). Ambas son piezas de orfebrería audiovisual de intenciones extáticas, y ambas conjugan el género en los tiempos lírico y explosivo a la vez. Kim y Refn basculan de un registro a otro con brusquedad, pues así lo exige el sino trágico de sus protagonistas, aunque el danés se muestra más pesimista y sus golpes de efecto son más efectivos, tal vez porque el tono general de su film es más uniforme. Kim frivoliza a veces empleando notas de absurdo y de humor negro (los traficantes de armas; la asistenta que friega el suelo sobre el que Sun-woo está colgado de una cuerda) acorde con una cierta tendencia del cine comercial de su país. El coreano tampoco comparte la (re)visión nostálgica del mito y del género, ni la (tarantiniana) idea de la banda sonora como remix, sino que prefiere elaborar la (magistral) musicalidad de su film a través de la planificación y de un score adaptado. Pero esto, más que una diferencia cultural, parece cuestión de gustos.

Por nuestro colaborador Jordi Codó

[1]   Casualmente, o no, es posible que sea el más dialéctico de sus trabajos, por lo que tiene de visión descarnada de la violencia y su representación; pero incluso aquí el pretendido debate moral termina viéndose arrinconado por la apabullante estética y la distancia irónica.

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